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Turégano es Otranto

10/08/2003

El castillo de Otranto era una enorme e intrincada fortaleza medieval imaginaria, situada en Puglia, Italia. En él sucedían fenómenos sobrenaturales sorprendentes, como la aparición de un yelmo descomunal, cien veces más grande que los morriones y viseras normales, todo cubierto de plumas negras, cuyo propietario había sido un gigante más robusto que el propio Polifemo. Los retratos de los antepasados cobraban vida para censurar la conducta de los propietarios actuales, y en las galerías se materializaban cuerpos de gigantes para realzar el decorado. Según se dice, las mujeres que visitaban el lugar eran perseguidas a través de una intrincada maraña de galerías. Un pasillo secreto conducía directamente a la vecina iglesia de San Nicolás de la ciudad de Puglia.
¿Por qué en un diccionario tan singular como el de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi se eligió la silueta del castillo medieval de Turégano para dar vida, en la imaginación de los lectores de todo el mundo, a la fortaleza italiana de Otranto? Posiblemente, por las mil leyendas del de Turégano sobre pasadizos secretos y caminos imposibles. Quien esto escribe, que ha dedicado parte de su vida a investigar y escribir sobre Turégano y su castillo, sabe bien de las fantasías populares sobre galerías misteriosas: la que comunicaba con la Plaza Mayor de la villa; la que llevaba hasta el palacio de los obispos en el Jardín del Burgo; el pasadizo que se prolongaba bajo tierra hasta la villa de Pedraza; el corredor que encaminaba con los arrabales del Altozano para escapar de los guardias de puerta durante los toques de queda; lacueva que transportaba escuderos sigilosos hasta el ferial del Barrio de San Juan; el laberinto que conducía bajo las calles de la villa hasta la sinagoga de los judíos donde Arias Dávila, el obispo rebelde, tejía contubernios; la ruta escondida que guiaba, paralela a un cauce antiguo, hasta la villa hermana de Veganzones (la “vega de los infanzones”); el que se adentraba en el Barrio de Bobadilla y que utilizaron ciertos amantes perseguidos por el Justicia... Todo ello alimentado de espejismos por las huellas visibles de vericuetos furtivos que no son sino habitáculos de una insospechada estructura promovida por el amurallamiento y desamurallamiento en torno a la primitiva iglesia de San Miguel, reconvertida en palacio de los prelados segovianos y de huéspedes tan ilustres como el rey Juan II, don Álvaro de Luna o Fernando el Católico. Poner suelos y techos palaciegos sobre arcos de medio punto y bóvedas de cañón da pie a entresijos arquitectónicos amorfos, y desde luego a fantasías seductoras y alucinantes. En alguna de esas cámaras ocultas se han descubierto documentos y objetos históricos: aún existen espacios ciegos en donde los capiteles románicos duermen silenciosos el sueño de los siglos. Para muestra, baste un ejemplo: cuando el alcaide Gonzalo Copete hizo inventario de los bienes que dejó al morir el obispo Diego de Rivera (1543) se encontró de sopetón, en uno de los calabozos del castillo, con un tal Juan de Pelegrina, «preso importante y muy peligroso». El castillo de Turégano fue la prisión de Estado del rey Felipe II, pero mucho antes había sido cárcel oficial de la Iglesia segoviana. Si los reyes encerraron en el interior de sus terribles muros a personajes ilustres caídos en desgracia política, como el famoso Antonio Pérez, los obispos, Señores de la Villa, enchironaron entre tabiques de infranqueable calabozo a curas amancebados, a canónigos molestos y a deanes altivos, como el famoso Juan López, el rival más contumaz y mohatrero que tuvo en Segovia don Juan Arias Dávila. En alguno de mis libros, principalmente en El Señorío Episcopal de Turégano y en Matar al Mensajero, abundan testimonios de todo esto. Nada extraño, pues, que para recrear el perfil terrorífico inexistente de la fortaleza embrujada de Otranto se haya elegido la silueta majestuosa del castillo de Turégano.


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