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García Gallego, el filósofo tureganense

10/08/1999

GARCÍA GALLEGO, EL FILÓSOFO TIUREGANENSE

En las Cortes Constituyentes de 1931, varios sacerdotes diocesanos, debidamente autorizados por sus respectivos obispos, se presentaron a las elecciones y fueron elegidos diputados en partidos confesionales. Otros lo hicieron a título personal, sin los debidos permisos, y militaron en partidos hostiles a la Iglesia. Fueron elegidos diputados ocho sacerdotes en diversos partidos. El tureganense Jerónimo García gallego, canónigo de Osma, militaba en el grupo independiente.
Aquellas elecciones legislativas se dirimieron por listas abiertas, y el pueblo de Segovia, que en los comicios municipales del 12 de abril se había decantado claramente por la coalición republicana, socialista y obrera, apostó en esta ocasión por el canónigo de El Burgo de Osma que recibió 14.573 votos en toda la provincia y superó a su más directo rival, el monárquico Rufino Cano de Rueda, que obtuvo 12.512. García Gallego, que concurría como «católico, republicano y demócrata», pero independiente de los grandes bloques políticos, fue el candidato más votado en Segovia, y la provincia aportó al Congreso cuatro diputados: el independiente García Gallego, los republicanos Cayetano Redondo Aceña y Pedro Romero Rodríguez, y Rufino Cano de Rueda, abogado, propietario de El Adelantado.
Con aquellos resultados, la euforia se desbordó en Turégano y los vivas a España, a la República y a don Jerónimo se mezclaron en la plaza con los compases del himno de Riego. Genoveva Sanz de Pablos, maestra nacional, subraya en un artículo publicado en el diario "Segovia Republicana", el 1 de julio de 1931, la victoria de «un hombre grande sin pretender serlo», que «ha triunfado siendo pobre, porque el dinero, sin el trabajo, no vale de nada, y en cambio la voluntad y el trabajo pueden realizar, y de hecho lo realizan, el milagro de suplir la falta de medios económicos».
Otros no vieron la cosa con tanto entusiasmo. Vicente Carcel Ortí en su famoso libro “La persecución religiosa en España durante la Segunda república (1931-1939)” dice de él: “Aunque era culto, buen escritor y con excelente formación eclesiástica adquirida en el Colegio Español de Roma, sin embargo estaba considerado como un neurasténico. Por ello nadie tomaba en serio sus intervenciones parlamentarias, ya que tras abiertas afirmaciones de espíritu republicano, introducía en sus discursos ataques ciegos y apriorísticos contra el diario católico El Debate, el cual nunca se molestó en refutarle.”
Algunos le alabaron como a un genio.
“Es lo más cumplido, lo más documentado, lo más trascendental, lo más profundo, lo más acertado que se ha escrito sobre los grandes problemas que entraña la crisis del Estado moderno. Ha resuelto, a mi modo de ver, el nudo gordiano, que hasta ahora no había desatado nadie en la dificilísima cuestión de las futuras vertebraciones del poder público, que se halla actualmente planteada con caracteres más o menos agudos o apremiantes en casi todas las naciones europeas, por no decir en las del mundo civilizado.” Estas palabras de José Maria Pemán iban referidas a uno de los intelectuales más preclaros que Segovia dio en el siglo XX, si no el más, y que se murió hace muy pocos años en el silencio del exilio y la marginación y con otro silencio más demoledor: el silencio del olvido.
“Buscad un poeta que ponga mis lágrimas en verso y tendréis hecho mi mejor discurso”. Así, con esta cursilada tan hermosa, inició su discurso grandilocuente un hombre ilustre, un gran pensador y escritor segoviano, un tureganense que en el año 1929 recibió de su pueblo el homenaje más entusiasta que jamás un hombre de letras haya podido recibir de los suyos. “Tú que cabalgaste en la ancha grupa del corcel de las batallas del conde Fernán González y de Rodrigo Díaz de Vivar en larga carrera de triunfos y de gloria por las espesas selvas de laureles de los campos castellanos…”, arrulló también el homenajeado aquel día y es que ¿quién no se vuelve un poco hortera y hasta cursi cuando le vitorea un pueblo llano al que han dicho que lo que escribe aquel Balmes del siglo XX es lo más trascendental que se ha publicado en muchos años? El Adelantado de Segovia se despachó, ufano: “Tanto como quien más nos sentimos devotos de las figuras segovianas que por su propio esfuerzo y sus dotes singulares conquistan relevante lugar en las actividades sociales, y nos complace situarnos en primera línea cuando aquella actividad se desenvuelve en la prensa periódica y en el libro tan intensa, tan bellamente, como hemos podido admirarla en la producción literaria y científica de esta ilustre persona…”
Corría el año 1929, y todos los vecinos de la villa episcopal se rascaron el bolsillo para sufragar los gastos del homenaje y publicar el libro. Mi abuelo, Victoriano Borreguero García, que 25 años antes había sido el alcalde, aportó 10 pesetas, la mayoría de los vecinos, un duro, los más allegados, 25 pesetas, y el Ayuntamiento, 50 pelas. El libro donde dos años después se publicó todo aquel impresionante sarao, “Turégano, recuerdo de un día glorioso”, costó 1500 pesetas y mi abuelo, alcalde una vez más, ahora por imposición gubernativa, se las confió a un muchacho de Turégano que prometía mucho. Se llamaba Emilio Álvarez Gallego, era sobrino de don Jerónimo, ejercía de beneficiado en la catedral vallisoletana y, andando el tiempo, llegó a ser deán de la catedral y rector del Santuario Nacional de la Gran Promesa. Con aquel dinero, el libro se publicó en los Talleres Tipográficos Cuesta de la capital pucelana -la segunda parte de la obra está compuesta de una excelente pero breve historia de Turégano escrita probablemente por el propio Emilio Álvarez o algún amigo suyo; fue durante años la única referencia bibliográfica sobre la villa hasta que en el año 1.957 apareció el libro de Plácido Centeno Roldán (con “nihil obstat” incluido pues él era cura y en aquella época así se andaba) y más tarde, ya al final de los 80, a quien esta crónica escribe le dio por revolver archivos y escribir libros y artículos periodísticos sobre su pueblo. El mismo día en que Victoriano Borreguero García libró las 1.550 pesetas municipales para la publicación de aquel “Turégano, recuerdo de un día glorioso”, el Pleno del Concejo aprobó la pavimentación de los soportales de la bellísima plaza mayor, entonces llamada de ‘Alfonso XIII’, a razón de “11,50 pesetas el metro lineal de bordillo de hormigón, de 8 pesetas el metro cuadrado de hormigón blindado, y de 11 la capa de piedra de pórfido de 6 a 8 centímetros de espesor, mosaico, sentado con mortero de cemento de 300 kilos”. Los labradores amenazaron con levantar con sus arados romanos el pavimento pues dificultaba el paso de las caballerías y ellos preferían el suelo embarrado.

Don Ramón Menéndez Pidal, entonces presidente de la Real Academia de la Lengua, escribió de García Gallego: “Su obra ha despertado en mí vivísimo interés entre los que nos preocupamos del oscuro porvenir. Hemos leído con gran placer muchas de sus opiniones orientadoras en tan capital asunto y es muy consolador ver a este autor combatir ciertos errores de opinión que están en gran predicamento y que a muchos nos parecen tan descarriados como a él”. Y nuestro Marqués de Lozoya, prologuista de su primer gran libro: “Ha compuesto un tratado de política, en el cual se revela una poderosa originalidad de pensamiento, capaz de encontrar aspectos nuevos en muy viejas cuestiones, y de interesarnos, aún de apasionarnos por ellos; su fina intuición sabe penetrar el espíritu de los hechos históricos y sacar de ellos sabrosas enseñanzas”. El ABC se limitó a decir: “Es una figura de verdadero mérito y de brillante porvenir en la intelectualidad española, discípulo entusiasta de Balmes, afortunado renovador de la filosofía cristiana cuyos libros le abren un puesto de honor en la literatura política y religiosa, acreditándole como excelente polemista, teólogo muy erudito, crítico de la Historia, y, sobre todo, como un buen tratadista del Derecho Público…”
A Jerónimo García Gallego apenas se le recuerda ya en Segovia, la provincia a la que honró y a la que representó como diputado en el Parlamento Nacional Republicano. Se murió en la lejana Cuba, a miles de kilómetros de su pueblo y aislado por el silencio injusto de la política y sobre todo por las presiones eclesiásticas en su contra.
”Mira, amigo, de momento me conformo con leerle de vez en cuando”, recuerdo que le dije en cierta ocasión a mi amigo y maestro Antonio Linaje Conde cuando me pidió que escribiera algo sobre mi paisano. Y añadí: “He leído alguno de sus artículos periodísticos más celebrados, sus ‘Limitaciones de la Soberanía, la Tiranía parlamentaria y la Constitución del Porvenir’ y, sobre todo, su obra maestra, ‘El régimen constitucional y los principios de la Filosofía Cristiana’, pero no ando con ganas y tiempo para enzarzarme en una aventura tan compleja.”
El Marqués de Lozoya, en el prólogo a esa última obra de García Gallego, asegura que “por la pluma de este hombre nacido a la sombra de las almenas del castillo episcopal de Turégano, viene a decirnos Castilla cómo ha sido y cómo quiere ser gobernada. Para comprender las leyes de Castilla hace falta el haber antes leído en sus viejas piedras y en sus amplios paisajes. Nacido y criado en el corazón de Castilla la Vieja, García Gallego se erige en defensor de la necesidad de una Constitución política y de la Justicia de un régimen constitucional. Hace muy pocas décadas hubiera bastado esta confesión para que ciertos espíritus un poco simplistas, de los que abundan en el pasado, tuviesen a su autor por apóstata, por mal cristiano y más si es español, contagiado por la nefanda herejía liberal, y alguno hubiera añorado para él las hogueras de la Inquisición.” Y en su “post scriptum”, el autor aclara: “Nosotros entendemos por constitucionalismo, según ya fue abundantemente explicado en su lugar, una forma de Gobierno, en la que el poder del Jefe del Estado tiene limitaciones. No sólo éticas, sino también jurídicas, y en la que el país interviene orgánicamente con más o menos eficacia en la resolución de los más arduos y transcendentales negocios de la nación.” Quienes creían que toda Constitución ha de ser hija de la Revolución Francesa y nieta de Juan Jacobo Rousseau, descubrían, en palabras del Marqués de Lozoya, que la existencia de un régimen constitucional era de castiza, pura y cristianísima tradición española. "En el desconcierto musical de las masas corales del limbo progresista, los liberales a secas son hoy en todas partes los encargados de tocar el violón”, escribió Jerónimo en un denso artículo titulado “Para sajar el temor parlamentario”, y en su afán de hacer depender al Gobierno del Parlamento, suspiraba por un régimen que impidiera, por ejemplo, que en 24 años (desde el 15 de mayo de 1902 en que subió al poder Alfonso XIII) en España hubiera habido 33 presidentes del Consejo de Ministros (un Zapatero cada ocho meses y medio), 48 ministros de Justicia, otros 48 de Educación (Instrucción Pública se llamaba entonces la cosa), 46 de Hacienda y 44 de Fomento; los más estables, los ministerios militares: 36 de la Guerra y 35 de Marina, o sea, uno con otro, a ministro cada ocho meses. En Educación, jo, una Pilar del Castillo cada seis meses.

En su pueblo, los que sabemos que existió porque nos lo han dicho o porque le hemos leído le seguimos llamando simplemente “don Jerónimo”, pues era cura y canónigo en el Burgo de Osma y eso da un respeto aunque se metiera a político. Cuando lo del homenaje, en todas las aulas de la escuela de Turégano se puso su retrato para amamantar en los jóvenes el deseo de aprender y la invitación al esfuerzo intelectual. Pero, ya se sabe, pasó lo que pasó y, por arte de birlibirloque por decir algo que a nadie ofenda, desaparecieron todas las huellas de aquel intelectual metido a político. Eso sí, aún se encuentra una placa hermosa en la casa donde nació “Jerónimo García Gallego, hijo predilecto de este pueblo, filósofo, docto catedrático, notable publicista, etc. etc.” Como también sigue existiendo la calle del General Franco y las de todos y cada uno de los caídos por Dios y por España en la contienda aquella que apenas nadie sabía ya que existió hasta que alguien ha decidido últimamente recuperar su memoria. No sé si es el momento adecuado para, sin ofender a nadie, recuperar los antiguos nombres de nuestras calles tureganenses: Alberguerías, de la Paja, Cantarranas, El Codo…
Eran otros tiempos y han pasado muchos años ya, pero algunos seguimos leyendo a Jerónimo García Gallego. En mi caso, no nací a tiempo de conocerle personalmente pero disfruto y me aburro, de todo hay, con la lectura de su obra. Muchas de las veces que he tenido el privilegio y el placer de ejercer de cronista de esta villa ilustre he acabado infiltrado, como sin querer pero queriendo, en el pensamiento y en los avatares personales de uno de los hombres más preclaros y sobresalientes de cuantos nacieron en Turégano, incluido Esteban Vicente, el más genial de los pintores expresionistas norteamericanos, y don Francisco de Contreras, tal vez el tureganense más ilustre de todos los tiempos. Incluida también aquella poetisa tureganense del siglo XIX que se llamaba Pura González (por avatares de la historia conservo varios de sus libros manuscritos y hasta un ejemplar de “Historias de otras edades” de Fernando Soldevilla dedicado de puño y letra por el autor “A mi predilecta amiga Pura González en testimonio de simpatía y admiración por su talento poético”. Algún día recordaré aquí sus hermosos versos.

En Turégano ya se ha olvidado a don Jerónimo. En el Burgo de Osma, he preguntado alguna vez y ni rastro. Cuando el desmedido homenaje, García Gallego piropeó a su pueblo de esta manera: “Tú que naciste de un abrazo entre la espada y la cruz”, pero, setenta y cinco años después, de él se han olvidado los de la espada, los de la cruz, los intelectuales y hasta el pueblo llano.
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Don Jerónimo, EL SILENCIO DEL OLVIDO


“Es lo más cumplido, lo más documentado, lo más trascendental, lo más profundo, lo más acertado que se ha escrito sobre los grandes problemas que entraña la crisis del Estado moderno. Ha resuelto, a mi modo de ver, el nudo gordiano, que hasta ahora no había desatado nadie en la dificilísima cuestión de las futuras vertebraciones del poder público, que se halla actualmente planteada con caracteres más o menos agudos o apremiantes en casi todas las naciones europeas, por no decir en las del mundo civilizado.” Estas palabras de José Maria Pemán iban referidas a uno de los intelectuales más preclaros que Segovia dio en el siglo XX, si no el más, y que se murió hace muy pocos años en Cuba con el silencio del exilio y la marginación y con otro silencio más demoledor: el silencio del olvido.
“Buscad un poeta que ponga mis lágrimas en verso y tendréis hecho mi mejor discurso”. Así, con esta cursilada hermosa, inició su discurso grandilocuente un hombre ilustre, un gran pensador y escritor segoviano, un tureganense que en el año 1929 recibió de su pueblo el homenaje más entusiasta que jamás un hombre de letras haya podido recibir de los suyos. “Tú que cabalgaste en la ancha grupa del corcel de las batallas del conde Fernán González y de Rodrigo Díaz de Vivar en larga carrera de triunfos y de gloria por las espesas selvas de laureles de los campos castellanos…”, arrulló también el homenajeado, pero ¿quién no se vuelve un poco hortera y hasta cursi cuando le vitorea un pueblo llano al que han dicho que lo que escribe “el Balmes del siglo XX” es lo más trascendental que se ha publicado en muchos años? El Adelantado de Segovia escribió, ufano: “Tanto como quien más nos sentimos devotos de las figuras segovianas que por su propio esfuerzo y sus dotes singulares conquistan relevante lugar en las actividades sociales, y nos complace situarnos en primera línea cuando aquella actividad se desenvuelve en la prensa periódica y en el libro tan intensa, tan bellamente, como hemos podido admirarla en la producción literaria y científica de esta ilustre persona…”
Corría el año 1929, y todos los vecinos de la villa episcopal se rascaron el bolsillo -mi abuelo con 10 pesetas, no fue mucho, la verdad, aunque la mayoría dio un duro solamente, pero algunos llegaron a 25 y el Ayuntamiento a 50 pelas. El libro donde dos años después se publicó todo aquel impresionante sarao, “Turégano, recuerdo de un día glorioso”, costó 1500 pesetas y mi abuelo, alcalde ya, se las dio a un muchacho de Turégano que en esos días era beneficiado de la catedral vallisoletana y que después llegó a ser deán y rector del Santuario Nacional de la Gran Promesa, para que se publicara en los Talleres Tipográficos Cuesta. La segunda parte de aquel libro singular lo componía una excelente historia de Turégano que durante años fue la única referencia escrita importante sobre la villa hasta el libro de Plácido Centeno y más tarde el de quien esto escribe-. El mismo día en que el abuelo libró las 1550 pesetas municipales a Emilio Álvarez, el pleno del concejo aprobó la pavimentación de los soportales de la bellísima plaza mayor (entonces de Alfonso XIII) a razón de “11,50 pesetas el metro lineal de bordillo de hormigón, de 8 pesetas el metro cuadrado de hormigón blindado, y de 11 la capa de piedra de pórfido de 6 a 8 centímetros de espesor, mosaico, sentado con mortero de cemento de 300 kilos”; los labradores amenazaron con levantar el pavimento con sus arados romanos pues dificultaba el paso de las caballerías. Don Ramón Menéndez Pidal, entonces presidente de la Real Academia de la Lengua, escribió de García Gallego: “Su obra ha despertado en mí vivísimo interés entre los que nos preocupamos del oscuro porvenir. Hemos leído con gran placer muchas de sus opiniones orientadoras en tan capital asunto y es muy consolador ver a este autor combatir ciertos errores de opinión que están en gran predicamento y que a muchos nos parecen tan descarriados como a él”. Y nuestro Marqués de Lozoya, prologuista de su primer gran libro: “Ha compuesto un tratado de política, en el cual se revela una poderosa originalidad de pensamiento, capaz de encontrar aspectos nuevos en muy viejas cuestiones, y de interesarnos, aún de apasionarnos por ellos; su fina intuición sabe penetrar el espíritu de los hechos históricos y sacar de ellos sabrosas enseñanzas”. El ABC se limitó a decir: “Es una figura de verdadero mérito y de brillante porvenir en la intelectualidad española, discípulo entusiasta de Balmes, afortunado renovador de la filosofía cristiana cuyos libros le abren un puesto de honor en la literatura política y religiosa, acreditándole como excelente polemista, teólogo muy erudito, crítico de la Historia, y, sobre todo, como un buen tratadista del Derecho Público…”
Se llamaba Jerónimo y ya nadie le recuerda en Segovia, la provincia a la que honró siempre y a la que representó en el parlamento nacional republicano como diputado. Se murió a miles de kilómetros de su pueblo y aislado en el silencio injusto de la política y las presiones eclesiásticas.
Se llamaba Jerónimo García Gallego y Antonio Linaje en cierta ocasión me pidió que escribiera algo sobre él -Mira, amigo, de momento me conformo con leer de vez en cuando alguno de sus centenares de artículos periodísticos, sus “Limitaciones de la Soberanía, la Tiranía parlamentaria y la Constitución del Porvenir”, y sobre todo su obra maestra: “El régimen constitucional y los principios de la Filosofía Cristiana”-. El Marqués de Lozoya en el prólogo asegura que “por la pluma de este hombre nacido a la sombra de las almenas del castillo episcopal de Turégano, viene a decirnos Castilla cómo ha sido y cómo quiere ser gobernada. Para comprender las leyes de Castilla hace falta el haber antes leído en sus viejas piedras y en sus amplios paisajes. Nacido y criado en el corazón de Castilla la Vieja, García Gallego se erige en defensor de la necesidad de una Constitución política y de la Justicia de un régimen constitucional. Hace muy pocas décadas hubiera bastado esta confesión para que ciertos espíritus un poco simplistas, de los que abundan en el pasado, tuviesen a su autor por apóstata, por mal cristiano y más si es español, contagiado por la nefanda herejía liberal, y alguno hubiera añorado para él las hogueras de la Inquisición.”
En su “post scriptum”, García Gallego aclara: “Nosotros entendemos por constitucionalismo, según ya fue abundantemente explicado en su lugar, una forma de Gobierno, en la que el poder del Jefe del Estado tiene limitaciones. No sólo éticas, sino también jurídicas, y en la que el país interviene orgánicamente con más o menos eficacia en la resolución de los más arduos y transcendentales negocios de la nación.” Quienes creían que toda Constitución ha de ser hija de la Revolución Francesa y nieta de Juan Jacobo Rousseau, descubrían ahora que la existencia de un régimen constitucional era de castiza, pura y cristianísima tradición española. "En el desconcierto musical de las masas corales del limbo progresista, los liberales a secas son hoy en todas partes los encargados de tocar el violón”, escribió Jerónimo en un denso artículo titulado “Para sajar el temor parlamentario”, y en su afán de hacer depender al Gobierno del Parlamento, suspiraba por un régimen que impidiera, por ejemplo, que en 24 años (desde el 15 de mayo de 1902 en que subió al poder Alfonso XIII) en España hubiera habido 33 presidentes del Consejo de Ministros (un Aznar cada ocho meses y medio), 48 ministros de Justicia, otros 48 de Educación (Instrucción Pública se llamaba entonces la cosa), 46 de Hacienda y 44 de Fomento; los más estables, los ministerios militares: 36 de la Guerra y 35 de Marina, o sea, uno con otro, a ministro cada ocho meses. En Educación y en Justicia, un Maravall o una Pilar del Castillo cada seis. 
En su pueblo, los pocos que sabemos que existió le seguimos llamando don Jerónimo, pues era cura y canónigo en el Burgo de Osma y eso da un respeto aunque se metiera a político. Los retratos de las escuelas de su pueblo, desaparecieron por arte de birlibirloque al llegar la guerra civil, pero aún se encuentra una placa hermosa en la casa donde nació “Jerónimo García Gallego, hijo predilecto de este pueblo, filósofo, docto catedrático, notable publicista, etc. etc., como sigue existiendo la calle del General Franco y las de todos y cada uno de los caídos por Dios y por España en la contienda aquella que nadie sabe ya que existió y con la que se inició este silencio del olvido (tal vez sea hora, sin ofender a nadie, de recuperar antiguos nombres, como calle Alberguerías, de la Paja o Cantarranas).
Eran otros tiempos y han pasado muchos años ya, pero algunos seguimos leyendo a García Gallego, y aunque no nacimos a tiempo de conocer personalmente a don Jerónimo, disfrutamos con la lectura de su obra, y cuando ejercemos de cronistas de esta villa no olvidamos que fue uno de los hombres más importantes e ilustres que en ella nacieron, incluido Esteban Vicente o Francisco de Contreras.
“Tú que naciste de un abrazo entre la espada y la cruz”, piropeó García Gallego a su pueblo en el día del homenaje. Pero aquí y en todas partes todos le olvidaron ya: los de la espada, los de la cruz, los intelectuales y hasta el pueblo llano…


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