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El rapto frustrado

23/04/2009

Esta vez, los quintos de tu medio pueblo, ahora hay quintas también, Mario amigo, no como cuando nosotros, no pudieron cumplir la tradición de raptar de la iglesia de San Miguel el Cristo del Amparo para depositarlo durante unas horas en la iglesia de Santiago. Todo preparado y, como si la ex ministra Maleni después de cesada hubiera acertado en sus predicciones, la nieve y el agua se encargaron de arruinar las procesiones semanasanteras.
Otra cosa, amigo. Para que no estorbara en las obras que se avecinan, en la mañana del Sábado y en traje de andar por casa, media docena de cofrades de la Purísima, la Cofradía cuya primer presidenta fue la propia Infanta Isabel, tomaron el Cristo de la Cuarta Palabra (a él solo, la Virgen y San Juan ya se verá) y lo transportaron a la iglesia de San Miguel, esa maravilla románica que está enquistada en las entrañas del castillo. Y es que la iglesia de Santiago está ya en algarada restauradora para descubrir sus tesoros ocultos, como si en zafarrancho cuartelero. Cuando las aguas vuelvan a su cauce, se hará camino al andar como cantó aquel poeta de Sevilla que fue dos años profesor de mi madre y que en Soria, antes de venirse al instituto de Segovia, se enamoró de una alumna de trece años a la que en cuanto cumplió los quince se la llevó al altar. Él se llamaba Antonio, como tu padre y tu hermano, Mario amigo, y ella, Leonor Izquierdo. Ya en Segovia, el poeta se enamoró de una mujer casada que se llamaba Pilar Valderrama que se convirtió en la Guiomar de sus últimos poemas: “Escribiré en tu abanico/ te quiero para olvidarte,/ para quererte te olvido”. Más tarde, al finalizar la guerra de España, el republicano Machado se marchó al exilio francés y Guiomar acabó teniendo una estación de ferrocarril al pie del cerro de Matabueyes, o sea, donde tú y yo disparábamos bombas de verdad cuando lo de las Milicias Universitarias del Campamento de El Robledo. ¿Recuerdas, amigo, el olor de la pólvora entre los matorrales? La Jara pringosa, el cantueso, el romero, el tomillo… Los de Ciencias, tan cursis, lo llamaban “cistus ladanifer” y cosas así -a los cipreses del cementerio les llamaban cupresáceas, Mario amigo, fíjate-. Dos veranos durmiendo “quince bajo la lona”: “Margarita se llama mi amor / Margarita Rodríguez Garcés / una chica, chica, chica, pum / del calibre 183…”. El Llano Amarillo, las guardias a la luz de la luna, el toque de diana y el de retreta, los dos tan a destiempo, el de fagina para comernos la “boa” intragable de las cenas en la barraca del comedor…, ¡tantas cosas! Fue al final de los años sesenta pero, como mis padres y los tuyos recordaron el día de la Jura de Bandera, cuando la Guerra Civil a tus hermanos mayores les mandaron con mis abuelos a Turégano. “Para que estén algo más alejados del peligro. Si te ves en apuros, Antonio, toma un taxi y os venís todos a esta casa que es grande, nos esconderemos en la bodega, en la trastienda, en alguna de las paneras o en el desván…”, creo que dijo mi abuelo a tu padre, aquel gran señor y mejor persona.
Lo del rapto frustrado del Cristo en la procesión de Viernes Santo, lo del cerro de Matabueyes, las nostalgias de nuestra juventud, lo de Machado y sus amores locos o enloquecidos también, es para explicarte en alta voz, amigo Mario, que acabo de enterarme de que nos has dejado para siempre. De saberlo, hubiera sufrido contigo igual que hoy sufro por ti. Un abrazo a los tuyos que casi son míos también.


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