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Adrados, la excelencia

20/11/2007

EL PROFESOR ADRADOS

En la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol madrileña, sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid, ha tenido lugar el solemne acto de concesión de los Premios de Investigación "Miguel Catalán" y "Julián Marías". Esperanza Aguirre ha hecho la entrega a los galardonados en la edición de este año 2007: Amable Liñán Martínez y Francisco Rodríguez Adrados. Unos galardones que reconocen la trayectoria profesional y contribución al desarrollo del conocimiento de la ciencia y las humanidades.
Recuerdo que el pasado año, en la ceremonia de entrega de los premios 2006, la presidenta de la Comunidad de Madrid atenuó así sus elogiosos laudes: “Este año los premios "Miguel Catalán" y "Julián Marías" recaen en dos madrileños de padres madrileños”. Y añadió un aticismo travieso tan típico de su manera de entrever las cosas: “No siempre tiene que ser así, reconocemos a quien se lo merece pero en este caso son madrileños". Así ha sido efectivamente: los dos premiados de la edición 2007 no son madrileños de origen sino castellano leoneses. El profesor Amable Liñán Martínez, Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, un doctor ingeniero experto reconocido mundialmente en el ámbito de la Teoría y Modelización de los Procesos de Combustión, es leonés de Noceda de Cabrera. El profesor Rodríguez Adrados, para quien elogios y prestigio andan en la más alta cima de la excelencia, es un tureganense de Salamanca.
Asistí al acto con el orgullo de la honra, el cariño de la vecindad y el sincero deber del reconocimiento. Para el cronista oficial de la villa de los antepasados maternos del profesor Adrados, donde su abuelo fue alcalde y su madre nació y aprendió las primeras letras, la distinción madrileña supone un episodio de profusa alegría sólo empañada por el dolor de una ausencia irreversible: hace unas semanas nos ha dejado Amalia, su compañera, la esposa inseparable del profesor Adrados: una mujer culta, de conducta intachable, de ejemplar actuación siempre, de simpatía desbordante, amiga de todos, pendiente de cada uno, amiga del detalle que no pasa desapercibido, con la palabra justa, la sonrisa abierta y el gesto accesible. Detrás de un gran hombre, ya saben, dicen que siempre hay una gran mujer, pero es que Amalia era una gran mujer por sí misma: educada, afable, erudita, hacendosa, sociable, encantadora en todo y para todos. ¿Cómo no recordarla como una paisana más? En su casa tureganense que un día fuera casa de oficios del Palacio Episcopal, en la carnicería, en el supermercado, en la misa del domingo o del sábado por la tarde... Sus paseos por la plaza mayor, por la calle Real o por la antigua judería. Sus andares vivaces, últimamente pausados y parsimoniosos, por el camino de la alameda umbrosa o del pinar resinero, de la Madre del Caño, de la ermita del Humilladero…
Era Amalia una señora especial, llena de encanto, a la que los tureganenses recordamos con excepcional cariño. Sabemos que "no es amigo quien ríe mi risa, sino quien llora mis lágrimas", pero en el orgullo alegre del reconocimiento social y merecido a la personalidad única del profesor Adrados, hoy apenas sé disimular las contenidas lágrimas.
En el cóctel que siguió al acto de entrega, Esperanza Aguirre me dijo en un aparte que desconocía la relación del profesor Adrados con Turégano pues de haberlo sabido ella misma lo hubiera explicado en su discurso para glosar así sus propios orígenes segovianos.
¡Enhorabuena, profesor! En mi pésame por quien se fue, va el orgullo por el reconocimiento público que Madrid ha tributado a un insigne prócer: don Francisco Rodríguez Adrados, la excelencia.

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NUESTRO ADRADOS




Muy segura reclamaba honores doña Carmen Iglesias: “Nacido en Salamanca en 1922, Francisco Rodríguez Adrados cursa sus estudios de Bachillerato y, posteriormente, de Filología Clásica en la prestigiosa Universidad salmantina, siempre con los máximos honores y las mejores notas…”
Hablaba la académica de “nuestro” Adrados, el tureganense; en el extraordinario prólogo que tuvo a bien escribir para una de mis obras (El Señorío Episcopal de Turégano, Segovia, 1991) se explayó feliz y hasta encelado: “Yo no nací en Turégano, pero sí mi madre, en una casa de la plaza, en el número 6. Todavía figuran las iniciales de mi abuelo, con la fecha de la compra y renovación (1883), en los hierros del balcón; y las iniciales de él y de mi abuela, con la fecha de 1901, en otro balcón, en la casa que él compró más tarde y yo sigo habitando. La que fue casa de oficios del palacio episcopal y que estaba unida por un puente sobre el arroyo Valseco a la Huerta de San José, también probablemente del Obispado. Y luego, también mi abuelo fue alcalde como el del autor del libro, Felipe Adrados, que fue alcalde de Turégano, en 1983, y dejó una serie de recuerdos. Fue él quien trajo la luz eléctrica a Turégano y creó la escuela para adultos, a la que él mismo asistía. Cuando tenía que ir a Segovia a hacer gestiones del Ayuntamiento, lo hacía caballero en un asno (si puede decirse así); el viaje le llevaba toda una noche. Luego, toda la familia siguió unida estrechamente a la Villa…” El balcón de la plaza con las iniciales de los abuelos de nuestro Adrados fue demolido el pasado año, pero él bregó incansable para hacerse con los despojos; él mismo me contó sus desvelos casi épicos para encontrar el pecio en el abandono de un corralón de trastos.
Todo el mundo sabe que nuestro Adrados es una de las personalidades culturales más importantes de España -no diré del Estado español, para no caer en la ironía de su sólida, fecunda y socarrona visión de estas cosas nuestras: “Por primera vez en nuestra historia hay personas que evitan decir el término ‘España’ simplemente: sustituyen el término por ‘Estado español’. Y hasta ahora nadie había intentado escamotear el término. Nadie había intentado sustituir España por nada, sólo desde 1993.”- 
Hablar con él de estas cosas y de la situación de España es recordar aquella droga que la maga Circe suministró a los compañeros de Ulises para quitarles todo recuerdo de su patria. La hechicera les hizo entrar en su casa, les sentó en asientos y sillones, y, luego, mezclando en su vino de Pramnos queso, harina y miel fresca, añadió a la mezcla una droga funesta para quitarles todo recuerdo de su patria. Los compañeros de Ulises bebieron el mejunje, y la diosa los encerró en las pocilgas de sus cerdos: tenían ya cara, voz y cerdas de puerco. Lloraban, y Circe les arrojaba para comer hayucos, bellotas y frutos de cornejo, el pasto ordinario de los cochinos que se revuelcan en el fango. 
Orgulloso de sus raíces como un tureganense más de los que andamos por estos mundos de Dios, nuestro Adrados sigue manteniendo abierta la casa de sus antepasados. Lo necesita, dice, y es ahora el promotor más entusiasta de la “Fundación Castillo y Villa de Turégano” que está a punto de legalizarse oficialmente. 
En su discurso del domingo, el maestro disertó espléndidamente sobre dos interrogantes de actualidad máxima: “¿Qué es Europa? ¿Qué es España?” De Europa, un nombre mítico que a lo largo de los siglos fue llenándose de geografía con rasgos comunes y rasgos variables. De España, que siempre fue un concepto geográfico y desde pronto una nación que pasó por dos destrucciones y dos reconstrucciones centenarias y que anda hoy en cierta penumbra. Y recordé por ello otra leyenda, la del “Libro del Mago”, un cuento irlandés, donde un mago tenía un libro en el que estaban escritos los secretos de la vida y de la muerte. El mago lo guardaba sujeto a una mesa con una gruesa cadena y lo cerraba siempre con cerrojo. Cuando acababa de consultarlo, echaba una cadena guardiana de los secretos de la vida y de la muerte... Pero un día el mago salió de viaje y se olvidó de cerrar el libro maravilloso, quedándose abierto sobre la mesa. Un aprendiz de brujo aprovechó para satisfacer su curiosidad intentando leer el libro que toda su vida quiso conocer y descifrar, aunque nada pudo averiguar pues estaba escrito en lenguaje cabalístico. Sólo estas palabras descifró: «Para llamar al diablo, decir tres veces Maloch». El aprendiz de brujo gritó desesperadamente: ‘Maloch’ ‘Maloch’ ‘Maloch’, y Satanás acudió entre truenos y relámpagos para ponerse a las órdenes del convocante y pedirle que le diera trabajo pues era su esclavo. Como el meritorio de nigromante no sabía qué ordenar al diablo, por quitárselo de encima le pidió que regase una planta de mandrágora que crecía allí mismo en un tiesto. Y el diablo, con un tonel que apareció en sus manos por arte de birlibirloque, y luego otro y mil más, inundó la casa hasta que se derrumbó por el peso del agua. Quiera el destino que nuestra casa común no se derrumbe por el peso de algunas miopías estériles. 
Del tureganense Adrados, como así se siente y se llama nuestro amigo y maestro, dijo ayer Carmen Iglesias: “Al ser portavoz de su recepción en esta Casa, reitero la alegría y satisfacción por recibir a un maestro que ha hecho de la excelencia el motor de su existencia.” Aunque había en ellos el regusto de cierta expectación dolorida por los tiempos que corren, los aplausos finales al discurso del nuevo académico nunca se acababan. Es miembro de la Real Academia de la Lengua y ahora, también, de la Real Academia de la Historia. Todos nos sentimos honrados con esta nueva distinción. Al salir del solemne acto, Sofía Díez Tejerina, otra tureganense, me decía en la escalera: “Qué día más grande para nuestro pueblo, ¿verdad?” Un día muy grande, amiga Sofi.


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