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Adrados y el reloj de la historia

01/02/2007

Hablo de mi paisano Francisco Rodríguez Adrados, miembro de las Reales Academias Española (silla “d”) y de la Historia (medalla nº 3). Hablo de su último libro: “El reloj de la historia. Homo sapiens, Grecia antigua y Mundo moderno”, casi mil páginas llenas de sabiduría. La Real Academia de la Historia se ha puesto de gala para la presentación de esta obra monumental.
El profesor Adrados es Catedrático Emérito de la Universidad Complutense de Madrid. Miembro de las Reales Academias de la Lengua y de la Historia y un reconocido helenista, indianista y lingüista. Es autor de más de treinta obras sobre lingüística, literatura, historia, filosofía y temas de política y de pensamiento, así como traducciones del griego y del sánscrito que le han convertido en la primera autoridad mundial de su especialidad. Todo su bagaje intelectual culmina en este nuevo libro de visión global que expone una nueva teoría y una nueva panorámica de la historia del homo sapiens. En El Reloj de la Historia, expone las líneas centrales de la Historia del hombre, en su viaje desde África a Grecia, luego a Europa y más tarde al resto del mundo. Arriesga en las curvas y se deleita en las aristas. Es como si viajara sin casco para hacernos sentir la pasión por la velocidad. Tiene el entusiasmo de un joven de veintitantos que posee la sabiduría del anciano y la prudencia de quien no superficializa jamás.
Los padrinos del acto de presentación de esta obra monumental, Gonzalo Anes, el director de la Academia de la Historia, no escatimaba elogios; José María Blázquez, el historiador y catedrático emérito de Historia Antigua y académico numerario de la Real Academia de la Historia, detenía su plasticidad en los pilares del mundo moderno; Carmen Iglesias, la Directora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, se preguntaba, escéptica, si no debiera esta obra ser lectura obligada en la nueva asignatura “Civilidad” pues “todo lo que en el mundo moderno se mueve es por influencia griega”; Miguel Ángel Ladero, el historiador y medievalista, después de mil elogios a la obra y al autor, comentaba jocoso: ”El futuro queda abierto siempre pero el reloj de la historia nunca funciona como un reloj”; José Antonio Marina, el filósofo, situaba la obra en el contexto de la Filosofía de la Historia destacando los cuatro pilares del discurso de Pericles: racionalidad, valor del individuo, libertad y democracia; Consuelo Olaya, la representante de ARIEL, se sentía orgullosa de que su editorial pueda contar con la sabiduría de Rodríguez Adrados. Al final, con su verbo a veces irónico y siempre clarividente, el autor sembró en el público que abarrotaba la sede de la Academia de la calle Amor de Dios de Madrid algunas frases de su vivencia personal que levantaron aplausos emocionados: ”Estamos presentado un libro ya agotado en su primera edición y del que ni siquiera tenemos ejemplares para ofrecer”; “Alguien ha dicho que este libro es mi testamento pero yo de momento no pienso morirme y hasta tendré tiempo de modificar mi testamento varias veces”; “Al final de esta obra que resume mi manera de ver y entender nuestro pasado, hay que ser optimistas con el hombre, no tanto a la corta como a la larga”… Con sus últimas palabras, cargadas de la ironía fecunda de los hombres excepcionales, se permitió la jactancia de presumir: “Cada cual se entretiene como puede”, ¡qué ejemplo de honestidad!
Luis María Ansón, académico de la Española también, acaba de escribir sobre esta obra extraordinaria: “Un libro magistral, un libro monumental y extraordinario, un libro agresivamente independiente, que viene a cerrar una vida rendida al estudio y a la sabiduría. Adrados ha dotado además a su obra de una escritura transparente y eficaz. En esta época de tanto best seller, tanta ligereza, no poca frivolidad, asombra que todavía haya intelectuales capaces de escribir así, con los puntos de la pluma al compás del reloj de la Historia.”
En los salones de la Real Academia de la Historia, a un paso de las casas donde vivieron y murieron Lope de Vega y Cervantes, aún anda el eco del aplauso de los académicos presentes en el acto y del numeroso público que se citó en la fría noche madrileña para honrar a este personaje -un lujo de nuestro país- del que nos sentimos orgullosos todos los segovianos y muy particularmente los tureganenses.
Cuando publiqué mi libro “El Señorío Episcopal de Turégano”, el profesor Adrados explicaba con cierta jactancia en el prólogo: “Yo no nací en Turégano como el autor de este libro, pero sí mi madre. Todavía figuran las iniciales de mi abuelo, con la fecha de compra y renovación, 1883, en los hierros del balcón; y las iniciales de él y de mi abuela, con la fecha de 1901, en otro balcón, en la casa que él compró más tarde y que yo sigo habitando. La que fue Casa de Oficios del Palacio Episcopal y que está unida por un puente sobre el arrollo Valseco a la Huerta de San José, también probablemente del Obispado. Y luego, también mi abuelo Felipe Adrados, al igual que el abuelo del autor fue alcalde, éste en 1893, y dejó una serie de recuerdos. Fue él quien trajo la luz eléctrica a Turégano y creó la escuela para adultos, a la que él mismo asistía. Cuando tenía que ir a Segovia a hacer gestiones del Ayuntamiento, lo hacía caballero en un asno (si así puede decirse), el viaje le llevaba toda una noche. Luego, toda la familia siguió unida estrechamente a la villa…”.
Hace unos meses, cuando el alcalde me propuso que como Cronista Oficial del Municipio fuera el pregonero de las fiestas patronales, tuve el honor de que el profesor Adrados, siempre amable y pendiente de las cosas de "su pueblo", estuviera a mi lado en el balcón de la plaza mayor y de que me acompañara en la visita a las peñas y en la cena de hermandad con las autoridades y las reinas de las fiestas. En la Tercera de ABC, el profesor Adrados escribió hace unos días sobre la “Damnatio memoriae”, un término legal romano para condenar al olvido destruyendo en las piedras el recuerdo de aquellos a quienes el nuevo soberano quería hacer olvidar para dejar espacio a su nueva gloria. Y como su apego a la villa de Turégano aflora incontenible en casi todos sus trabajos, recreaba así su cabalgadura literaria: “Pensaba yo, antes de estos avatares, ante el castillo de Turégano que domina aún la villa, visión familiar para mí, pensaba en la suerte del famoso obispo de Segovia don Juan Arias Dávila, señor y fortificador del castillo. Famoso y batallador, cargado de leyendas inciertas. El hecho es que, tras enfrentarse a Enrique IV y apoyar a la Reina Católica, fue declarado judaizante (el habitual uso personal y político de la religión). Con Inquisición y todo. Expulsado o huido viajó exiliado a Roma, con los huesos de su madre. Cualquiera que visite el que fue su castillo, verá, encima de la puerta de entrada, su escudo picado. Pero verán: la memoria no se deja picar tan fácilmente. Los picadores de escudos cometieron descuidos (también Franco, en Madrid, dejó, sin duda por olvido, varias calles a sus enemigos). En la iglesia de Fuentepelayo, no lejos de allí, se olvidaron de picar el escudo. Y quedan otros. Ya ven, la memoria no es tan fácil de picar. Ni la de una persona ni la de una época. Nadie es capaz de cerrar la historia. Inútil, nadie tiene tanta fuerza…”
Gracias, profesor, paisano, por tanta dedicación y tanto esfuerzo físico e intelectual puesto al servicio de todos.
(En una de las fotos, el profesor Adrados paseando por Turégano como un vecino más)


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