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La Villa de los Sínodos

02/09/2006

La Villa de los Sínodos

Al anochecer del día del Señor Santiago, nuestro patrón, se me hizo entrega en la iglesia de San Miguel de la medalla y el pergamino que me acreditan como “Cronista Oficial de Turégano”. En el Acta municipal del acuerdo, aprobada unánimemente hace unos meses por los representantes de nuestro municipio, se asegura que la distinción ha sido “teniendo en cuenta los extraordinarios méritos de conocimiento, estudio e investigación de la historia de Turégano que concurren en mi persona” -se han pasado un Cega, tres Pinarejos y dos ríos Mulas pero bueno, así son a veces los amigos y a todos quiero agradecer su munificencia. Es un honor que aviva y compromete mi disposición a seguir en la tarea de estudiar y divulgar las cosas sobresalientes de nuestro pueblo.
El último cronista oficial de Turégano falleció hace ya veinte años. Se llamaba don Ángel Dotor y Municio. Era ensayista, articulista y pertenecía a la Asociación Española de Amigos de los Castillos, cuyo Boletín dirigió. Recuerdo que, siendo yo niño, le acompañe en una visita a nuestro castillo guiada por nuestro recordado don Plácido Centeno. Era don Ángel de trato exquisito pero a la vez agradable y sencillo; curioso de nuestras cosas y de nuestras piedras, detallista, divertido…, al menos así le recuerdo. Aunque descendía al parecer de familia tureganense, nació en Argamasilla de Alba, uno de los lugares que se disputan el nombre aquel que no quiso recordar Cervantes para poner en el mundo a su don Quijote de la Mancha. Estudió magisterio y colaboró en algunas de las revistas del Ultraísmo como Alfar, Cervantes y Cosmópolis. Colaboró en la Revista Geográfica Española. Publicó numerosos libros con fotografías de castillos de toda España y texto suyo, entre ellos del nuestro. Desde los años cincuenta fue correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Fue padre del abogado y también escritor Santiago Dotor (Aguilafuente, 1923). Su obra se compone sobre todo de monografías sobre pintores, castillos y catedrales, y algunos trabajos biográficos y geográficos.
En Turégano, “un pueblo grande y señor”, en cierta ocasión se encontró Camilo José Cela con un afilador de Orense que iba andaba camino de nuestra villa. Venía “silbando para espantar el hambre, y empujando su rueda silbando en su caramillo unos aires silvestres que prenden rojas candelas y luminosas chiribitas en el blando corazón de los goloritos del cielo”:
-¿A dónde voy por aquí? –preguntó el afilador fingiendo no conocer la geografía de Castilla.
-Al fin del mundo, hermano, empezando por Turégano si le place –contestó Camilo, el vagabundo.
Algo así me ha pasado a mí en ocasiones. Cuando alguien me pregunta a dónde me llevan los caminos de la vida, suelo contestar: “Al fin del mundo empezando por Turégano”. Eso significa, más o menos, ser cronista de un lugar: atreverse a ver el mundo desde la perspectiva de algo que para ti es diferente y único (diferente y único, o sea, tu pueblo).
Para agradecer con palabras el inmerecido nombramiento de cronista oficial, mi intervención del día de Santiago se centró en varias “décadas prodigiosas” (así las llamé) de nuestro pueblo: casi cien años pródigos y rumbosos para la historia de nuestra villa: desde el año 1123 en que la reina doña Urraca y su hijo Alfonso VII hicieron donación de nuestra villa a los obispos segovianos, mil acontecimientos históricos tuvieron lugar en nuestra villa, entre ellos un sin fin de sínodos diocesanos.
Al finalizar el siglo XIV, nuestro obispo y señor de entonces, don Gonzalo, aquí otorgó testamente y a las pocas semanas murió en el castillo. Luego, en los 40 años del pontificado de don Juan de Tordesillas, el obispo que le sucedió, la villa vivió una de las etapas más notorias de su historia. Al igual que en el pontificado de los dos obispos anteriores, el referido don Gonzalo y don Juan Alonso el canciller, los reyes y la nobleza castellana aparecían por Turégano constantemente.
Aquí falleció también don Juan de Tordesillas, uno los muchos obispos que, enfrentados su cabildo de Segovia, casi siempre vivieron en Turégano. Celebró varios sínodos y, al parecer, todos ellos en nuestra iglesia de San Miguel. Cuando murió este prelado, fue nombrado obispo de Segovia don Lope Barrientos, uno de los hombres más cultos de todo el siglo XV, un dominico a quien el rey Juan II lo sacó de sus aplicaciones universitarias en Salamanca para nombrarle su confesor y el maestro de su hijo, el príncipe don Enrique. En el año 1437, Barrientos fue nombrado obispo de Segovia y los cinco primeros años de su pontificado, hasta el año de 1442 en que fue obligado a permutar con el obispo de Ávila, fueron tal vez el Lustro de Oro de nuestra villa: el de 1440, debería grabarse como uno de los años más lapidarios del pasado tureganense. Si bien es verdad que en esta villa se celebraron multitud de sínodos, el que organizó Lope Barrientos en aquel año de 1440 fue posiblemente el más trascendente para la historia de la Iglesia de Segovia. Además de las actas del sínodo, o sea, el Sinodal, el obispo presentó un libro que se titulaba “Instrucción Sinodal” y que, como dice Diego de Colmenares, el gran cronista segoviano, es el compendio más docto, en aquellos y en cualesquiera siglos, de todas las materias escolásticas y morales -se conserva el manuscrito en el archivo de la catedral de Segovia; comienza con unas palabras que poco gustan a los que dicen que nuestro castillo lo construyó Arias Dávila: “El día 3 de mayo del año de 1440, en la iglesia de San Miguel que está en el interior del castillo de Turégano, etc., etc.”-.
Desde el punto de vista doctrinal, el sínodo de 1440 fue mucho más trascendente para la historia de la iglesia segoviana que los cuatro celebrados por el obispo Arias Dávila durante su pontificado: dos en Turégano, uno en Segovia y otro en Aguilafuente. Como se sabe, el obispo Arias Dávila, al igual que otros prelados segovianos, entre ellos el anteriormente citado don Juan de Tordesillas, por enfrentamiento con sus canónigos (un enfrentamiento tan embarazoso que hasta varios canónigos acabarían presos en el castillo de Turégano) firmó un “acuerdo de alternancia” por el que se comprometía a alternar la celebración de los actos oficiales entre Turégano, su cámara y residencia, y Segovia, la capital de su diócesis (¿Por qué el segundo de Segovia se celebró en Aguilafuente y no en Segovia? La razón es bien clara: en aquellos días, el rey Enrique IV prohibió al obispo Arias Dávila entrar en la ciudad de Segovia y el sínodo tuvo que celebrarse en Aguilafuente, una villa que pertenecía al cabildo de la catedral segoviana y que estaba a poca distancia de Turégano y podría regresar en cualquier momento por razones de seguridad. Con las actas de aquel sínodo del año 1472, el impresor Juan Parix de Heidelberg editó en Segovia una joya bibliográfica: “El Sinodal de Aguilafuente”, considerado el primer libro impreso en España.
Lope Barrientos, el escritor, el catedrático, el maestro del rey Enrique, el confesor del Rey Juan II, el cerebro más importante del segundo tercio del siglo XV, mientras fue obispo de Segovia se negó a entrar en la capital de su diócesis. Vivió en este castillo hasta que el rey Juan II le envió un carta a Turégano pidiéndole que fuera a verle a Ávila para aconsejarle sobre “la Gran Rotura” que había en Castilla (el rey había tomado partido por don Álvaro de Luna y estaba enfrentado y casi en guerra con su mujer, la reina, y su hijo, el príncipe del Enrique.
Turégano, la villa de los sínodos por excelencia, siempre estará a caballo entre la tradición y el progreso.
Y por hoy nada más, amigos y amigas. Que paséis con la mayor alegría y felicidad las fiestas de este año.




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