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1847.- El poder de la salsa

20/03/2016

Se me complicaron las fechas y las obligaciones. Me fue imposible acudir al Cabildo anual de la Cofradía de la Vera Cruz tureganense.
Hace años, esa Cofradía me nombró su “cofrade de honor” y yo lo acepté porque soy de los que piensan que la Semana Santa de la Villa Episcopal de Turégano es un acontecimiento singular que debería ser reconocido como "Bien de interés histórico y cultural de Segovia y de Castilla-León".
Si me hubiera sido posible, aunque solo fuera por mirar a los ojos a los cofrades (“hermanos juntos), hubiera acudido a mi pueblo desde el fin del mundo.

Como hace años en un viaje fulminante a la ciudad de Chihuahua, la capital del Estado más grande del país de Pancho Villa y Carlos Fuentes. Recuerdo que eran las cuatro de la mañana de un jueves y, como mis pequeñas locuras se clasifican de acuerdo con el tipo, el grado y la aceptación, en aquel caso lo mío iba de “locura tipo sin sentido aparente, grado intermedio y aceptación qué otra cosa puedo hacer”. Viajaba a esa hermosa ciudad para impartir una conferencia en su universidad y mi travesía por tierras, por cielos y por mares se iniciaba en Madrid, continuaría en Ámsterdam, luego, once horas después en la ciudad de México y, finalmente, en Chihuahua.
Quise aprovechar para visitar la catedral y el Museo de Hidalgo, un hijo de españoles: “don Cristóbal Hidalgo y Costilla y de doña Ana María de Gallaga, españoles cónyuges vecinos de Corralejo”. Allí, su acta patética acta de excomunión: “Por la autoridad de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sea condenado Miguel Hidalgo Costilla, ex cura del pueblo de Dolores. Que el Padre que creó al hombre le maldiga, que el Hijo que sufrió por nosotros le maldiga, que el Espíritu Santo que se derrama en el bautismo le maldiga, que la Santa Cruz le maldiga, que María Santísima le maldiga…”
Muy cerca, en Hidalgo del Parral, murió en una encerrona Doroteo Arango, “Pancho Villa”, un revolucionario que reclutaba gringos con este curioso enganche: “Por oro y gloria ven al sur de la frontera y cabalga con el liberador de México. Pago semanal en oro para dinamiteros, artilleros, maquinistas y ferrocarrileros”.
En la mañana del viernes, alrededor de mil universitarios y universitarias mexicanos debieron pensar que yo era una mezcla barata de Dios y la Salma Hayek. La mayoría de los asistentes compartieron mi propuesta para su “Metamorfosis para ser más grandes”, que era el lema de aquellas jornadas a las que había sido invitado.
Recuerdo que expliqué, muy serio y como si en manoletinas lentas moviera mi capote de las palabras, que el toro que habrían de lidiar en su día los universitarios aquellos pronto dejaría de estar en la dehesa comenzar la lidia en la plaza monumental de sus vidas.
En el coloquio posterior a mi conferencia, no supe contenerme y discutí acaloradamente con Nacha Rodríguez, la revolucionaria mexicana del 68, y con David Roura, los dos conferenciantes anteriores en lo de “Metamorfosis para ser más grandes”; tan cultos y tan divertidos los dos, aunque siguieran creyendo a pie juntillas en la revolución cubana y contaran emocionados la “gesta heroica” de nuestro Víctor Manuel “cuando unos años antes pisoteó delante de ellos una bandera de España”.
Al finalizar mi intervención, el rector de la universidad encontró un hueco de dos horas para acompañarme a recrear mi pequeño ocio de dos horas, una leche de ocio, antes de acercarme al aeropuerto. Recuerdo que me obsequió con una botella de tequila Don Julio reposado 70 añejo, una delicia que me vi obligado a abandonar en la aduana del aeropuerto, eso sí, después de beber un sorbo de aquella bebida fascinante. Esta vez, camino de Houston, en la sorprendente Texas, donde, después de seis horas de espera en el aeropuerto, volaría de nuevo hasta Ámsterdam y finalmente a Madrid donde aún tuve tiempo de acudir al Bernabéu, tarde del domingo ya, y sufrir lo que sufrí como casi siempre.
Todo ello en menos de cuatro días, o sea, lo dicho: “una locura sin sentido aparente, grado intermedio y aceptación qué otra cosa puedo hacer”.
En tan pocas horas, quedé atiborrado del mole verde, del rojo, del pico de gallo, del guacamol, de la borracha…, esas deliciosas salsas mexicanas de cuando uno anda por la Nueva España; no recuerdo qué escritor decía que la salsa es lo más importante de una comida, que debe elegirse la carne, el pescado o la verdura en función de la salsa que prepares y no al revés.

Atando Cabos, el poder de la salsa cultural y emocional de este guiso emocional de hoy está inoculado en la luminosidad y belleza de las procesiones de la Semana Santa de la Villa Episcopal de Turégano.

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