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1839.-El Salón de los Pasos Perdidos

12/02/2016

Según Winston Churchill, el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido.

Por su parte, un señor que no se sabe si nació en Calahorra o en Zaragoza, decía que “si tienes algún deseo justo, que te sea muy querido, si esperas algo con ansiedad, si te arde algo por dentro, ¡exprésalo!”. Se llamaba Prudencio Aurelio Clemente, y se desconoce si nació en Calahorra, hoy perteneciente a la Rioja, o en la propia Zaragoza; él decía que ambas ciudades eran "suyas". En los salones de los pasos perdidos (alfombras, estucos, sangre y tragedia) no vale el consejo del maño o calagurritano. No se brinda allí por la locura de las vacas locas sino por la cordura de las personas enloquecidas.

En los salones de pasos extraviados, las vacas sagradas se vuelven locas si no lo están ya. Unos animales que, si les dejas, se pasan la vida en el mismo prado sin preocuparse por saber lo que hay al otro lado del cercado porque alguien abrió la verja y les dio de comer.

En la España que en paz descanse, el Salón de los Pasos Perdidos es la antesala del hemiciclo del Congreso de los Diputados de la nación. No se articulan allí coaliciones fructíferas, sino tinglados de la antigua farsa donde se enseña el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que salgan callos.

San Ambrosio, que fue arzobispo de Milán más o menos en la época del maño calagurritano Prudencio, escribió que “en algunas alianzas los participantes se dan palmaditas en la espalda tanto tiempo que se hacen daño”. Le eligieron primero obispo y después santo por el método Podemos: aclamación popular en una explanada de mezquita o en una plaza del sol, de la luna o de algún querubín de izquierdas. Primero, se resistió cuanto pudo a aceptar el cargo. Luego, dejó a los pobres cuanto poseía para dedicarse con menos lastre a servir a los demás.
Uno de los méritos históricos de aquel milanés universal fue ayudar a Santa Mónica a trasladar al redil de los buenos a Agustín, su hijo díscolo y pecador. Entre los dos, le pusieron en el camino de ser lo que fue: un foco de sabiduría en un mundo de miseria y ruido mundanal como el de ahora. Desde que regresó al aprisco de los misericordiosos, San Agustín fue el primer hombre moderno con todo lo positivo y lo negativo que supone ser moderno en un mundo de personas chapadas a la antigua.

Alma caldeada por las arenas del desierto, Agustín de Hipona escribió aquello de “ama y haz lo que quieras”, un consejo que tan complejas interpretaciones ha admitido a los largo de la historia del hombre.
A su santa madre, en Turégano se le canta este popular himno: “¡Oh gloriosa Santa Mónica, espejo de esposas, modelo de madres, consuelo de viudas, mujer admirable, a quien Dios infundió el espíritu de oración y concedió aquel don de lágrimas con que supisteis hacer violencia al Dios de las misericordias para que se compadeciera de vuestros gemidos, escuchara vuestras plegarias y os concediera el fin de todos vuestros deseos!” —¡Espejo, modelo, consuelo y mujer admirable, casi nada!

Atando cabos, aquella mujer era capaz de hacer profecías y de explicar después el porqué de su no cumplimiento.

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