1836.- Cada cual con su quimera03/02/2015
Cuando no encuentro solución a las desavenencias entre las personas, a veces pienso en el poeta Baudelaire y en su famoso relato “Cada cual con su quimera”. Paul Verlain, junto con Víctor Hugo el mayor poeta lírico francés del siglo XIX, decía de ese escritor que era un poeta maldito por su vida bohemia y de excesos, y por la visión del mal que impregna toda su obra; no me quedo hoy en lo de la vida bohemia, ese gustazo de vida, ni en lo de los excesos, algo que de malo nada tiene si los excesos son de cosas que no producen desaliento, sino en lo de la visión del mal, que depende.
En “Cada cual con su quimera” cuenta Baudelaire que, bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropezó cierto día con muchos hombres que caminaban encorvados. Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.
Como se sabe, las quimeras, además de sueño o ilusión producto de la imaginación, son monstruos fabulosos que se representan con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón. Esas eran las quimeras de la maldita carga que llevaban aquellos hombres que caminaban encorvados: monstruosos animales que envolvían y oprimían a cada hombre y que, con sus dos vastas garras, oprimían su espalda y dominaban la frente de las personas “como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos”.
Cuando Baudelaire interrogó a una de aquellas personas preguntándole adónde iba de aquel modo, ella le contestó que “ni ella ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar”.
Ninguno de aquellos viajeros parecían irritados contra el furioso animal colgado de su cuello y pegado a su espalda. Lo consideraban parte de sí mismos y por ello caminaban resignados.
“Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedé más profundamente agobiado que ellos con sus abrumadoras quimeras”.
Esa fue la conclusión del poeta maldito y, atando cabos hoy la mía ante el espectáculo desalentador que ofrecemos quienes nos sentimos españoles y también los que pasan de eso o no se perciben de esa manera.
Cada cual con la necesidad invencible de andar por culpa de su quimera y, al igual que en La Pasión de Dylan Thomas, otro poeta, los españoles nos movemos hoy “con los fusibles calculando el tiempo para impulsar nuestro corazón”.
Lo escribió Dylan justo cuando en España se hizo la reforma del bachillerato separando las ciencias y las letras, en Moscú se murió Stalin, en la abadía de Westminster fue coronada la reina Isabel II y en Madrid nació un tal José María Aznar.