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1799.- A callarse ranas...

02/06/2015

Para Mark Twain,“la lealtad al país, siempre, la lealtad al gobierno cuando se lo merece”. La gente sube a una cumbre en busca de sol, encuentra niebla, sufre como un bellaco, desciende y luego expone, emocionado, el maravilloso espectáculo que dice haber visto y disfrutado.

¡Qué fácil decir que todo estaba planeado! ¡Qué cómodo pensarlo! Qué fascinación decir "el destino está escrito, pero yo tengo tipex”. ¡Cuántos tropezones cuando tratamos de hacer caminos al andar!
Los filósofos juegan a los dados con los conceptos de verdad, de certeza y de duda. No digamos con los de esperanza, vivir y sobrevivir. El destino es una recreación humana para acomodar nuestras acciones a lo incierto y no a lo verdadero.

Con el cava o la cicuta recién descorchados, resulta difícil encontrar un camino con huellas que respaldan pistas falsas. Así la vida. Cuando uno de los tuyos escribe un drama, tus enemigos dicen que se creía Shakespeare. Cuando una novela, que se creía Proust. Cuando un cuento, Chejov. Cuando una carta, Lord Chesterfield. Cuando un diario, Pavese. Cuando una despedida, Cervantes. Cuando dejó de escribir, Rimbaud. Cuando escribió un epitafio, dijeron que se creía el difunto. Los ejemplos son de Augusto Monterroso, el escritor guatemalteco máximo representante del microrrelato en español.

Los artistas piensan según las palabras y, los filósofos, según las ideas. Así decía Albert Camus, un escritor francés nacido en Argelia que en 1957 que obtuvo el Premio Nobel de Literatura y tres años después se mató en un accidente de coche; tenía 46 años.
Las palabras y las ideas, las unas y las otras, me recuerdan a aquella madre que llevó a su hijo a casa de Mahatma Gandhi, y le suplicó: “Se lo ruego, Mahatma. Dígale a mi hijo que no coma más azúcar, que es diabético y arriesga su vida haciéndolo. A mí ya no me hace caso y sufro por él. Sé que a usted le hará caso, porque lo admira.” Gandhi reflexionó y dijo: “Lo siento señora. Ahora no puedo hacerlo. Traiga a su hijo dentro de quince días”. Sorprendida, la mujer le dio las gracias y le prometió que haría lo que le había pedido. Quince días después, volvió con su hijo. Gandhi miró al muchacho a los ojos y, con autoridad, le dijo: “Chico, deja de comer azúcar. Te estás haciendo daño”. Agradecida pero extrañada, la madre preguntó: “¿Por qué me pidió que trajera a mi hijo dos semanas después? Podría haberle dicho lo mismo el primer día”. Y Gandhi respondió: “Hace quince días, yo comía azúcar”. Necesitaba predicar con el ejemplo y, con demasiada frecuencia, las personas buscan sus creencias en la oficina de objetos perdidos.

“A callarse ranas que va a predicar el sapo”, lo escuché en la subida a la iglesia románica de San Cristóbal de La Cuesta, un hermosísimo lugar perteneciente al municipio de Turégano del que soy su cronista oficial; se lo decía un mercader de quincallas a un volatinero sin público.

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