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1691.- Mi adiós a Tambo

12/04/2013

No fue la vida de Tambo una mala noche en una mala posada, como decía Teresa de Jesús. Fue feliz, tuvo un hogar confortable y recibió amor a raudales. En este periódico lo presenté cuando llegó a mi vida (“Amores perros”, abril de 2004), y ahora lloro su muerte.

"Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde", cantó Gil de Biedma, y ahora, a las cinco en punto de la tarde como en todos los relojes de la muerte inesperada, Tambo ha pasado a desvivirse en el secreto de la eternidad incierta. Igual que la pequeña isla gallega de la ría de Pontevedra, mi perro se llamaba (sigue llamándose) Tambo.

Era acariciador, meloso y, como ese islote, tenía un halo de oscurantismo: Muy cerca, en el Monasterio de Armenteira, San Ero pensó un día en el Paraíso y pidió a la Virgen María que le permitiera conocer las delicias de los bienaventurados y, al pasar por un regato donde un jilguero cantaba su “lediza” primaveral, tanto se enajenó con los trinos del pajarillo que allí pasó embelesado quinientos años; lo cuenta Alfonso X el Sabio.

Cuando Tambo apareció en mi vida siempre atareada, él aprendió muy pronto a enhebrar su quehacer plácido en la vida perra de la que escapó el día de San Ricardo de hace nueve años, un mes y cinco días. Desde entonces, se enredó en nosotros como la hiedra en las paredes.
Le quise y me quiso, él un poco más y se notaba: era como un ángel de la guarda.

"No quiero que le tapen la cara con pañuelos para que se acostumbre con la muerte que lleva", cantó Federico cuando su llanto por Ignacio Sánchez Mejías, y yo, para no llorar de ausencia, reajusto el the end de las Charlas con Troylo de Antonio Gala:
Esta noche también he soñado contigo, Tambo. No estabas a mi lado. No volverás a estar. Ya no tendrás más primaveras. Quizá tú ahora eres —si es que eres— más feliz que conmigo, y no me hago a la idea. La muerte ha interrumpido nuestras charlas pero, en donde sea, algún día estaremos juntos de nuevo. Llegaste a ser yo mismo de otro modo…

Mi dolor se desmiembra hoy en los anhelos del reencuentro. Cuando el pequeño schnauzer blanco llegó a mi casa, llegó también a mi corazón y, ahora, ha muerto cuando nadie lo esperaba; él tampoco, aunque su mirada del último día fuera triste y como en retirada.
Decir su nombre cuajado en sonidos de violonchelo, "Tambo", es glorificar el aroma sonoro que subyuga el alma de los recuerdos.

¡Sin pasearle yo, sin pasearme él, sin pasearnos mutuamente por las calles madrileñas recién puestas y con las estrellas bailando el vals de la noche en fuga! Cuando le traía a Turégano, se daba de lleno con la libertad y enloquecía por poseerla. Salía a la huerta y delante de los membrillos se sentía un poco atemorizado. En los avellanos, desplegaba las orejas como para escuchar su gemido de pasión sosegada. Bajo los manzanos, olía los restos del naufragio de la última cosecha. Se anestesiaba de olores gloriosos en los perales de don Guindo y de Spadona; era como si le rezaran. Luego, después de levantar su patita para marcar territorio, humedecía el tronco de un evónimus, saludaba respetuoso a los laureles y venía a buscarme para decirme que él era mi amigo y que quería que yo lo supiese. Parecía Mary Poppins cuando soplaba el viento del Este.

Necesito recordar el epitafio que Lord Byron escribió para la tumba de su perro: “Poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios".
Así mi Tambo. Se notaba en su mirada de relámpago sin trueno.

¡Descansa en paz, amigo!

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