Volver a Artículos     
1548.- La piel de las palabras (a José Saramago, in memoriam)

20/06/2010

Hasta que leí su “Evangelio según Jesucristo”, yo era un inapetente de su persona y de su obra, me lo cubrían las vuvuzelas del sonido orquestado -aquel folletín novelesco y novelado en el que Jesús no es creído por su familia, les abandona, se casa con María Magdalena y se va a trabajar ayudando a los pescadores en el mar de Galilea. Cuando sale al mar y es visitado por Dios y el Diablo. Cuando se hace detener a sí mismo para desbaratar el plan de Dios y destruir su propia credibilidad intentando morir como hijo de José y no de Dios…-.
José de Sousa Piedade era un comunista portugués que en el 98 obtuvo el Premio Nobel de Literatura y, desde entonces, al menos un par de días de cada año he trillado y aventado mieses de “Xaramago”, el apodo con que el funcionario del registro civil cambió malintencionadamente su apellido.
Ahora, ha tomado la barca de Caronte. La que conduce a los muertos a través del río Aqueronte hasta el reino de Hades. Se embarcó en la isla de Lanzarote guiñando el ojo de su último suspiro al volcán Timanfaya como si suyo.

Al recordarle, pienso en la tumba alicantina de Miguel Hernández, el poeta de Orihuela: “Aunque bajo la tierra mi amante cuerpo esté escríbeme a la tierra que yo te escribiré”. Allí le escribo a Saramago mientras leo sus cosas para no perdérmelo del todo.
En el brindis de entrega del Premio Nobel, vociferó Saramago estas palabras sin gritó: “Alguien no está cumpliendo con su deber. No lo están cumpliendo los gobiernos, porque no saben, porque no pueden, o porque no quieren.” Es posible que se haya muerto para no ver el acelerón final de la crisis que nos agobia y pone en jaque.
Su abuelo, al presentir la muerte a la espera, bajó al huerto y fue a despedirse de los árboles que había plantado y cuidado, llorando y abrazándose a cada uno de ellos como si de un ser querido se tratara. También mi madre se abrazaba a los árboles para sentir que crecían; una de sus obsesiones era dejar a cada uno de sus cinco hijos una arboleda junto al río, allí anda la mía esperando mi advenimiento; iré a su encuentro cuando “Alta en el cielo vaya la luna de Primavera” (es verso de Pessoa, otro portugués en el Olimpo.
A veces me corroía y en ocasiones me emocionaba, que es un paso más en el embeleso.
“A las palabras hay que arrancarles la piel. No hay otra manera para entender de qué están hechas”, escribió en sus Cuadernos de Lanzarote. Era un irreverente genial. Una torre de palabra indómita que ya está en el sin vivir viviendo, esa paradoja que a todos nos espera y nos iguala. Igual que Pessoa. Igual que Miguel Hernández. Igual que Carlos Monsiváis, un excéntrico y ubicuo escritor mexicano que se ha muerto esta mañana.
No me ocultan ya las vuvucelas la lenta agonía de la piel de sus palabras

  Volver a Artículos