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1036.- ¿El arte, integrador del mal?

El arte es una tentativa de integrar el mal. Lo escribió Simone de Beauvoir. Los Mandarines, hermosísimo libro, premio Goncourt 1954, sin duda la mejor novela documental sobre los años de postguerra de la Segunda Mundial. La vida y los avatares personales, políticos e ideológicos, de Dubreuilh (Sartre), de Henri (Camus) y de Anne (la propia Beauvoir): una evocación de la vida cultural y política, de los deseos de una nueva moral. Cuando devoré Les Mandarins hace muchos años, en mi primera juventud, el libro andaba medio prohibido en España. Se leía con más morbo; ahora, con menos curiosidad por los detalles y con más atención a las ideas. "Si ya nadie tuviera la conciencia sucia, si el mal desapareciera de la Tierra, el arte también desaparecería". En estas estribaciones de postguerra de la Tercera Mundial, de la fría y lenta que muchos de nosotros hemos vivido mientras nos hacíamos hombres, hay que preguntarse lo mismo: "¿Por eso los antiprogresistas organizados quieren suprimir el mal?".

Confieso que he pasado unas horas estupendas leyendo este hermoso libro, alguna de ellas como maleta perdida en aeropuertos de acá y de allá. Leer es crear; releer, recrear un trozo del mundo perdido.

En las procesiones de Semana Santa se nota muy bien que el arte es tentativa de integrar el mal. Los pasos absolutamente geniales, las grandes catedrales que atesoran obras de arte como bancos centrales del país de la utopía, las esbeltas torres, milagro de piedra y equilibrio, las bóvedas desafiantes de ingenio y prodigio, los retablos fastuosos, los doseles, los tronos, las sillerías de maderas preciosas, los presbiterios de mármol imposible. Todo lo que ha sido propiedad de la Iglesia es rico y fastuoso, mi propio pueblo, señorío episcopal, está lleno de cajoneras de nogal en sus descuidadas sacristías -descuidadas porque ya la Iglesia no está allí-. Las ciudades históricas, repletas de exquisitos y ricos ornamentos litúrgicos, de casullas y capas pluviales donde el oro y la plata es como césped en pradera de ricos ociosos, las dalmáticas, los palios y manteles de altar, los anaqueles y alacenas repletas de la mejor orfebrería religiosa, de acetres e hisopos, de cálices, copones, lámparas del Santísimo, atriles, candelabros, cruces de altar y cruces parroquiales, custodias, incensarios, ciriales... En cualquier rincón, sagrarios de oro o de madera policromada, vinajeras, lámparas, bellísimas sacras, hermosos facistoles, bancos, confesonarios, estandartes, pendones, doseles, pilas bautismales...

Sin la traición de la la Iglesia a su fundador (¿qué es una traición?: "Traición, tu nombre es Dulce", dijo Isabel II al enterarse de la sublevación del general Domingo Dulce), el arte no habría sido posible. El traje de un cardenal vale más de un millón, las tiaras no tienen precio, Cristo, el Dios de los pobres, es más Cristo si se presenta en oro macizo y sembrado de esmeraldas. Tener fe así es un milagro, tal vez el mayor milagro de Dios. Pero gracias al mal que se coló en los sucesores del Justo, la cultura y su gloria florecieron como lirio en primavera. Ni pañales tuvo el Justo cuando llegó a nosotros; ni cuna siquiera. Cuando le matamos, haciéndole sangrar como perro rabioso y maldito, inventamos para el futuro la gloria cultural. Ahora le paseamos por las calles, cubierto de oro y seda, entre kilos y kilos de cera ardiendo; también a su pobre madre indigente. Sin esta Iglesia no habría sido posible el arte en el corral placentero donde viven los hombres: la Humanidad se lo premiará, Dios, no lo sé. Ni el Greco ni Rivera, ni Fra Angélico ni Miguel Ángel, Bernini o Berruguete. Con el Justo a la cabeza resultaba imposible el esplendor del arte, tentativas de integrar el mal. Quienes sostuvieron el peso de la Iglesia hicieron lo que tenían que hacer.

Aunque avergonzados por lo que pasó, no dejamos de admirar las consecuencias, las benditas consecuencias de la traición ("¡Qué traidor no desconfía" cantó Tirso).

"Me parece interesante esa idea de que el mal es necesario por el arte", dice uno de los personajes de la Beauvoir. Henri (Sartre) se preguntaba, voluptuosamente dormido en las delicias de la inocencia: ¿Si el mal está en todas partes la inocencia no existe? Pensaba que si el mal está en todas partes no hay ninguna puerta para el escape, ni para la Humanidad, ni para uno mismo. Pero se sentó y miró distraídamente correr el agua. Anne pensaba que mientras en algún cafetín del mundo un pianista toque con sordina aires lánguidos, el amor puede empezar a rejuvenecer nuestra piel.

Rejuvenecer es envejecer un día todos los días. Un día nada más.

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