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1279.- De lo que verá el curioso lector…

En honor de Jaime Campmany
Aunque don Gregorio haya dividido a los españoles en “buenos” (él y los suyos), “malos” y “menos malos”, yo, en principio y no sé hasta cuando, pertenezco a un grupúsculo raro al que algunos llaman los “dejadme en paz”. Si no fuera porque ese apellido jode a unos y envalentona a otros, quisiera llamarme Juan Español. Los “dejadme en paz” somos hombres y mujeres de estética perseguida y mansedumbre empitonada. Un espejismo.
A los “dejadme en paz” siempre que pensamos en don Gregorio Peces nos viene a las mientes “aquel bendito entre todos los benditos” de arenga panegírica y apologética al que llamaban fray Gerundio; un famoso predicador de la Tierra de Campos que, lo mismo que Rodríguez, su correligionario, era un “aguapié”, que es como en su tierra llaman al vino de baja graduación que se hace echando agua al orujo pisado y apurado en el lagar. Los aguapié sueltan a todas horas su retahíla: “Viva usted mil años, para servir a usté, lo estimo mucho, güenos todos a Dios gracias…” Son de talante zafio y papanatas pero manejan el facistol de tal manera que, digan lo que digan, siempre dicen lo mismo; idéntico discurso una y otra vez, de principio a fin, y no se dan cuenta de que sus “negros” les largan la misma perorata fotocopiada. Nadie les confundiría con Cicerón.
Lo peor de don Gregorio Peces, perdón, de fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, es que uno acaba acostumbrándose a los naufragios. Como le pasaba a Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el andarín de América, aquel español para unos de Sevilla y para otros de Jerez de la Frontera, que supo sobrevivir y adaptarse al suelo y a las gentes en las polvorientas y resecas tierras de Texas y Nuevo México –aunque, bien mirado, para Cabeza de Vaca andar, caminar hacia el occidente, hacia la esperanza, era la obsesión vital que le mantenía en pie; debió enseñárselo nuestro Pánfilo de Narváez, aquel chico de Navalmanzano en la provincia de Segovia-. A los “dejadme en paz” ni nos admira la gente que tiene las cosas claras ni nos detestan del todo los que las tienen “demasiado” claras. Nos condenan, eso sí, los que se inyectan tertulias radiofónicas o televisadas para tener a quien odiar: los socialistas y los nacionalistas catalanes y vascos escuchan a veces la Cope para cargarse de razón, y los populares y los que creen aún en la España de todos escuchan ocasionalmente la SER para dolerse del escenario y sentir la desazón de vivir sin utopía. Unos y otros, en busca de su dosis diaria de droga; cada cual su potingue lenguaraz y su estímulo para rebullir. Muchos no saben leer ni escribir y ya predican soflamas -Gerundio diría que son como garbanzos en olla de potaje-. Nos desprecian los buenos. Nos fustigan los malos. Nos desdeñan los menos malos. Todo el mundo nos maldice.
Los “dejadme en paz” necesitaríamos un Estado en el que pasara lo que pasase nunca pasara nada. Hartos de tanto trapecio sin red, soñamos un país que se apunte a un programa de desintoxicación política partidista.
No rumiaría estas cosas en Toluca, en Monterrey o en Morelia, la antigua Valladolid mexicana, último reducto de los Cárdenas. En Coyoacán o en Pátzcuaro tal vez sí, que es como estar en uno de los mil pueblos en que Juan Español nació hace más de mil años. En Pátzcuaro, además, está la tumba del Tata Vasco, aquel español que nació en el mismo pueblo que Isabel la Católica y al que todo México recuerda y honra. Allí es fácil explicar a los pequeños ríos lo que es el océano en que van a morir. Como miembro sin canonjía de los “dejadme en paz”, me apunto a veces “a contar lo que va saliendo”. De seguir, insinuaría lo que José Francisco de Isla en el capítulo diez de su Gerundio: “En que se trata de lo que verá el curioso lector, si le leyere”.
Hasta los “dejadme en paz” se acostumbran a los naufragios, maestro Campmany, pero tú no te has ido del todo. ¡Descansa ya!

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