1276.- Los tres payasos
El pasado viernes, tres actores disfrazados de Carod Robira, Antoni Castells y el honorable Maragall, escenificaron en las calles de Jerusalén una parodia de la pasión de Cristo. En los mismos lugares donde hace dos mil años ajusticiaron a un hombre que se convirtió en símbolo de vida y esperanza para media Humanidad, entre carcajadas y mofas tres payasos descerebrados se fotografiaron entre sí con una corona de espinas en la sien. Tres actores disfrazados de tres políticos catalanes desgarraron el sentimiento de los catalanes, de los españoles y de todas las personas de buena voluntad -ya se sabe que, como un latido del alma, el sentimiento aflora cuando el hombre está tranquilo, y llora, una forma de rezar, cuando alguien humilla sus creencias más íntimas y personales-.
Aunque el verdadero Maragall ha calificado el incidente “de anécdota que no tiene la menor importancia”, la Generalidad de Cataluña debiera investigar los hechos y, si se comprobara, Dios no lo quiera, que en el enredo han participado políticos catalanes, apartar a los implicados de la vida pública en el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya. También el presidente Rodríguez debiera seguir la pista a los sucesos y aconsejar la prohibición de la exhibición de esos retratos blasfemos y humillantes. Hasta el obispo Blázquez, presidente de la Conferencia Episcopal Española, debiera convocar actos de desagravio al Dios de los cristianos. A los payasos, en cambio, hay que dejarles en paz, que ya se sabe que un actor ha de estar a la que salte, desde una película porno a la guerra de las galaxias. Por extensión, el presidente Rodríguez, socio en el Gobierno de España de los tres políticos suplantados, debiera prohibir la exhibición de unas fotos que menosprecian al Cristianismo con el rostro doblado del president y sus socios del govern de Catalunya.
Pero los más interesados en desenmarañar tan lamentables peripecias debieran ser los propios políticos tan groseramente suplantados -el actor que imitaba a Carod era un payaso de sonrisa psicópata, y el que imitaba a Pascual, un figurante diabólico de rictus ebrio-. El paseo de los suplantadores por Jerusalén coincidió, para más inri, con la publicación de un libro del Institut Municipal d´Educació del Ayuntamiento de Barcelona en el que se compara el muro que separa Israel de Palestina con los guetos judíos. Alguien sin escrúpulos contrató a tres payasos para suplantar a don Pascual, a don Carod y a don Antoni y provocar eco internacional mediático contra todos nosotros y, muy especialmente, contra el presidente del Gobierno de España -como Rodríguez no es creyente, se ha limitado a decir que “su buen talante personal y político le impide tomar otras medidas-.
Hay quien dice que los protagonistas del disparate irreflexivo fueron los propios personajes doblados. Yo no lo creo. ¡Sería demasiado! Y es que, antes, en un homenaje oficial al asesinado presidente Yitzhak Rabin, premio Nobel de la Paz, esos tres políticos suplantados más tarde en las calles de Jerusalén hicieron ver que allí sobraba la bandera española y pidieron que se sustituyera por la señera catalana -sabían, claro, que eso no hiere excesivamente a los españoles pues tales acciones son por desgracia moneda generalizada; humillar a España poco importa en este ‘hic et nunc’ en el que está a punto de desaparecer nuestra nación-.
Respecto a la decadente imagen de Catalunya, ¿qué se puede decir de un president que ha confesado, lleno de emoción y legañas, que el honor de su país (no el del Barça; ¡Bisca el Barça!, esto sí) está en el triunfo en la Liga de las Estrellas de un camerunés resentido, un francés, seis brasileños (uno nacionalizado portugués), un argentino, un holandés, un italiano, un mejicano, tres catalanes y un chico de Albacete, dirigidos por un holandés errante? Pues, eso.