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1247.- El 11-D

Se paseaba la luna en cuarto menguante (otros dicen que era plenilunio) y aquel 11-D cuarteó la historia de Castilla, la nación más poderosa del siglo XV. Aquel día se murió Enrique IV, el último rey castellano -se murió o lo envenenaron, de todo hubo y se ha dicho- y, como de soslayo (el pobre ZP está condiciona por el tripartito y no se atreve a destacar estas cosas que huelen a España; casi como cuando la boda del príncipe don Felipe que hasta pactó que no hubiera banderas españolas por las calles de Madrid), como de soslayo, digo (hace unas semanas que se cumplió el quinientos aniversario de la muerte de la Reina Isabel), traigo a la memoria rescoldos diferentes y me pongo a parlotear sobre el golpe de Estado del 13-D, dos días más tarde. Hubo después otro rey de Castilla, aquel que llamaban “El Hermoso”, sombra sin luz que se murió o lo envenenaron antes de llegar a gobernarnos (de todo hubo y se ha dicho). Le sobrevino su mujer, la pobre doña Juana, la hija de la reina Isabel, a la que los intereses de España, el nuevo Estado, hicieron enloquecer tras los muros de Tordesillas (la legendaria “Torre de Sila” donde Portugal y España se repartieron el mundo).
Cuando nació Isabel, “la princesa de pelo color de zanahoria”, nadie daba por su futuro político un euro (mejor un maravedí, pero bueno): era prácticamente imposible que algún día llegara a reinar la hija del segundo matrimonio del rey Juan II, pero veinte años después se convirtió en reina de España. Una especie de mano negra movió voluntades imposibles y aireó alternativas impensables: la más definitiva, la de la muerte de su hermano Alfonso que había sido proclamado rey en contra de su hermanastro el rey Enrique y que también se murió o lo envenenaron (de todo hubo y se ha dicho); y otras coincidencias extrañas, incluida la muerte de Pedro Girón, el Maestre de Calatrava y hermano del principal muñidor del reino, el Marqués de Villena, a quien los castellanos quisieron casar con la princesa de pelo color de zanahoria y que también se murió o lo envenenaron (de todo hubo y se ha dicho). El matrimonio de los Reyes Católicos se celebró en Valladolid el 19 de octubre de 1469. La boda pudo celebrarse gracias a una Bula Pontificia del Papa Calixto de fecha 28 de marzo, falsificada en el castillo de Turégano por el obispo Arias Dávila y por el arzobispo de Toledo. Dicen que aquel documento se contradice con el Instrumento del Juez Ejecutor, firmado también en Turégano el 4 de enero de 1469, donde el arzobispo toledano y nuestro obispo atestiguan la existencia de una “Bula de dispensa de consanguinidad otorgada por el papa Pío II en junio de 1464”. No andaba el príncipe Fernando, y especialmente su padre, el rey Juan II de Aragón, alejado de tales maniobras pues ambos idearon y articularon muchos de los acontecimientos que cambiaron el curso de la historia y que llevó a Castilla a disolverse en España.
El año 1474 fue sin duda el más decisivo de nuestra historia. El 1 de enero, don Fernando dejó el castillo de Turégano y se fue a Segovia para encontrarse con Isabel, su mujer, y con su cuñado, el rey Enrique. Las conversaciones políticas se interrumpieron el día de los Reyes Magos porque el rey Enrique sintió los primeros síntomas de una sospechosa enfermedad que le llevó a la tumba. Esperó don Fernando algunas semanas en nuestra ciudad y el 16 de febrero regresó a Turégano para consultar la situación con su abuelo don Fadrique que allí se encontraba a la espera. Cuando por problemas domésticos en Cataluña se vio obligado a retornar a Aragón, dejó la conspiración en manos amigas -entre otras las del obispo Arias Dávila, el arzobispo de Toledo y el cardenal Mendoza- y, poco después, el 11-D, a los 49 de edad, murió el rey Enrique y se sucedieron dos semanas de complejas negociaciones que arrastraron la historia de Castilla hacia un rumbo inesperado. Primero, en un alarde singular de sorpresa y riesgo calculado, el 13-D la ciudad de Segovia proclamó unilateralmente a Isabel como reina de Castilla y, luego, en una avalancha sorprendente de juegos políticos, las principales ciudades castellanas fueran sumándose a la conspiración...
Así hasta que, con la firma del “Tanto Monta” se allanaron las desconfianzas y don Fernando se decidió a salir de Turégano el 2 de enero y, acompañado aparatosamente de un gran cortejo a cuyo frente se encontraban Arias Dávila, el cardenal Mendoza y el arzobispo Carrillo, salió de la villa episcopal para encontrase en Segovia con su mujer, la reina Isabel. Se abrían tres siglos de esplendor en los que el imperio español se convirtió en el más poderoso del mundo. Se paseaba la luna en cuarto menguante, ya dije, pero otros dicen que era plenilunio.
De sobra sabía Maquiavelo quién era Fernando El Católico, el monarca fuerte y hábil que inspiró su obra más celebrada; como si lo retratara cuando aquello: “El político ha de ser vulpeja para conocer los lazos y ser león para espantar los lobos”. Como si Cicerón resucitase: “De dos modos se puede hacer injuria: o con la fuerza o con el engaño; la fuerza parece propia del león, y el engaño de la vulpeja". Como si Plutarco renaciese: "Lo que no se puede conseguir con la piel del león, debe alcanzarse con la de la vulpeja".
Con tantos siglos en la mochila de la historia, cuando en los pasados días se escenificaban en las calles de Segovia algunos pormenores de aquel golpe de Estado, muchos pusieron cara de póquer pues la pantomima permitía vender más tostones y lechazos que al fin y al cabo es lo que hoy importa.

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