Volver a Artículos     
1245.- Escribo versos, amigo (A Gregorio Peláez Redajo, in memoriam)

En aquella noche que pudo haber sido de chuchillos largos pero que nuestro Rey enderezó y aderezó con el color esperanza, mi amigo Gregorio Peláez, el jovencísimo diputado de la UCD por Toledo, masculló de pronto a Gonzalo Payo, su compañero de escaño, mi amigo también: “¿Qué escribes ahí medio a escondidas? ¡Ten cuidado! ¡Nos apuntan!” Y nuestro primer presidente de Castilla-La Mancha, con aquella voz que era un regalo: “¡Escribo versos, amigo! ¡Escribo versos!”. El de La Guardia pudo leer entonces, casi de reojo y como a hurtadillas, las palabras dolientes que bajo el cañón de las metralletas escribía el compañero: “…clavados en el suelo/ como aquel olmo seco de Machado/, dejando testimonio de nuestro amor a España/ y afrontando la duda de un trágico holocausto.” -En aquella noche que pudo haber sido de cuchillos largos no había lágrimas por fuera, por dentro muchas. Nos quitaban la democracia tan buscada, y el poeta gritaba versos al pie mismo de los tricornios usurpadores-.
Se marchó Gonzalo y ahora se retira Gregorio en el más callado de los silencios desvividos. Se nos ha marchado y no es justo que se nos vaya tan pronto el más joven de todos nosotros cuando aquello. Mas ¿cómo saber lo que es justo o injusto, los planes de arriba, los meandros de la vida aparentemente sin sentido? Recuerdo su tenacidad, su trabajo constante, su fe en las personas, su aprecio por la amistad, la generosidad a espuertas, su bondad, la simpatía arrolladora… Era un hombre optimista y triunfador, de mirada clara y sonrisa fácil. Sus huesos andan ya clavados en el suelo calcáreo de la Mancha, junto a las vides, los olivos y los coscojares, pero, como en aquel olmo seco que esperaba primaveras, la lluvia de abril y el sol de mayo anotan en la memoria de cuantos le quisimos la gracia de las ramas verdecidas.
Al despedir hoy al muchacho que tanto ayudó a traer la democracia a España, hay muchas lágrimas en los hombres y las mujeres de su pueblo manchego. Gregorio era muy joven para morir, Rosa muy joven para quedarse viuda y Jorge muy joven para quedarse huérfano. Aún recuerdo el bullicio y la alegría de todos nosotros en su boda en el Monasterio de El Escorial, tan felices todos, tan amigos todos, tan jóvenes todos… ¿Cómo decir a su mujer y a su hijo que no pierdan aún la esperanza? -son fuertes, lo sé, pero es duro vivir con tanta orfandad encima-. Al abrazar al padre de Gregorio en esta tarde de domingo triste, noté mil pájaros negros tratando de salir del pecho de un anciano que lloraba la sinrazón de la muerte de un hijo.
Pocos sabían que durante los últimos meses estaba padeciendo una grave enfermedad. Luchaba como un jabato contra ella y, justo cuando los médicos le decían que estaba a punto de vencer a la fiera, un contratiempo inesperado impuso a quienes le queríamos la soledad dolorosa de los que se quedan solos.
Mientras decía el último adiós al amigo, me asaltaban las palabras de Gonzalo en la noche del 23-F: “¡Escribo versos, amigo!”, y, casi sin darme cuenta, me convierto “en un hombre con un grito de estopa en la garganta y una gota de asfalto en la retina” -luego caigo en la cuenta de que es verso de León Felipe, aquel poeta de Zamora que estuvo de farmacéutico muy cerca del pueblo de Gregorio-.
“Mañana nos encontraremos en el mitin de las 8,30 de Illescas o en el de La Puebla de Montalbán, tal vez en Talavera o en El Toboso”, le diría, o algo así. Lo que daría uno por leer versos y plantar vides en el lugar tranquilo donde él espera.

  Volver a Artículos