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1212.- Una voz para la historia

Cuando Carmen Álvarez del Valle rompió los esquemas sonoros de la mañana, los ángeles del Cielo se hicieron casi humanos y sonreían en su asiento de nubarrones grises. Se impregnó el alma de las almas con palabras de acordes pausados que acarician. Y aunque fuera de la catedral la lluvia seguía, terca y malévola, el mediodía se puso a interpretar aleteos parecidos al de aquel ángelus que llevó a Belén a una virgen parturienta.
Por escuchar a San Pablo en certidumbre, merecía la pena que Felipe De Borbón se enamorara de la nieta de Menchu y se la trajera de Asturias patria querida para hacerla reina de España. “El amor es paciente, es benigno, no es envidioso…” -Sí, ya sé que en la Vulgata latina de Jerónimo no se dice ‘amor’ sino ‘charitas’: “charitas patiens est, benigna est, nom aemulator…” -Uno de los pequeños legados que me dejó mi padre fue una traducción espléndida ilustrada con bellísimos grabados, casi una joya; también me encomendó la edición primera de “El museo epigramático” de don Amancio Peratoner: “El amor es un pleito/ y en esta audiencia/ las mujeres son parte/ y ellas sentencian”-.
Al escuchar a Menchu, se notaba que el amor es menos material de lo que parece, que abriga más matices. Como cuando Jesús de Nazaret en aquel pozo donde una mujer de Samaria sacaba agua: “Dame de beber”; y luego: “Todo aquel que bebe del agua que yo le daré no volverá a tener sed”. Se colaba, como en presagio, el aroma de una poetisa griega muy especial: “Apenas te miro y entonces no puedo decir ya palabra, al punto se me espesa la lengua y de pronto un sutil fuego me corre bajo la piel”. La jovencísima voz de Menchu jugaba a saborear cada palabra y cada silencio, cada sílaba, cada letra, para que la lluvia frenara su loca y desleal presencia y loar así a lo más querido de una jornada enorme con casi todo enorme: una novia que era ya princesa. Palabras profundas, certeras, creíbles… (Más profundas, creíbles y certeras que la homilía de un cardenal que desde Compostela ambiciona llegar a Roma para sustituir al polaco que reza a San Juan de La Cruz en la noche oscura de amores inflamada).
Ni la cantiga “Rosa das rosas” de Alfonso X el Sabio. Ni el “Regina Coeli” del abulense Tomás Luis de Victoria. Ni el “Pan divino y glorioso” de Francisco Guerrero. Ni el “Oh salutaris hostia” de Juan Crisóstomo de Arriaga. Mozart se llenó de envidia y Bach llegó a pensar que su “Cantata n° 69” era un simple activo luterano. Cuando Haendel abrió la ceremonia con su “Concierto con órgano nº 3” no intuía que sus arpegios efervescentes se eclipsarían envidiosos; luego, con su «Aleluya» de «El Mesías», gritaba: ¡Yo también! Ni la ‘esferificación’ de los guisantes que Adrián Ferrá, el mejor cocinero del mundo, hizo la víspera conseguirá reducir a olvido la voz prodigiosa de una abuela que vale por toda una boda regia, aunque ésta proporcione a la marca “España” más de mil millones de clientes y sea el mayor negocio español del siglo a pesar del esfuerzo en contra que TVE hizo durante toda la jornada.
Para enhebrar en la pasarela publicitaria al Rolls Royce de techo transparente donde los novios eran ya marido y mujer, más de 5.000 vallas protectoras se vistieron con telas rosas, y es que, para que no se atrincherara en su bazoki algún presidente autonómico, pocas banderas de España se colocaron el sábado en las calles de Madrid. Los 192 cipreses y olivos sobre lirios blancos y azucenas del “Bosque de los Ausentes” eran artificialidad sin gracia. Igual que las diez mil colgaduras rosas, ocres y plateadas que decían simular los colores de la primavera madrileña. Igual que los trajes millonarios de Margarita Nuez, de Ladrón de Guevara, de Felipe Varela, de Lorenzo Caprile, de la Benarrock, de Jesús del Pozo, de Chanel, de Valentino, de Dior, de la divertida (¿?) Ágatha Ruiz de la Prada…
Cuando el Rey dijo: "Queridísima Letizia, te recibimos con los brazos abiertos y con el mayor cariño". Cuando el Príncipe proclamó: "Me he casado con la mujer que amo, no quiero esconderlo, soy un hombre feliz". Cuando la lluvia se ausentó a destiempo (“¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!”), sólo quedó la voz sin fisuras de doña Carmen Álvarez del Valle, la abuela Menchu. Dicen que impregnaba hace años, como un arrumaco, los hogares asturianos.

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