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1180.- Adiós cigüeña, adiós

Debiera hablar del Príncipe y lo sé. De Letizia Ortiz Rocasolano, la cara guapa y mucho más de los telediarios de la Uno, doña Letizia, y lo sé. De monarquías y repúblicas, realezas y soberanías, nobles y plebeyos, solteros y divorciados, y también lo sé. Pero hablaré de las cigüeñas de la histórica villa de Turégano, mi pueblo, sin nido para cuando vuelvan, pobres, que volverán para San Blas bendito y enseguida iniciarán su crotoreo, moler el ajo, como se dice por su toc-toc al entrechocar los picos. Volverán con su color blanco general y el negro brillante de las plumas más largas, con el largo pico, las patas infinitas y los pies en rojo, las partes desnudas en torno al pico, negras, los lados del mentón, rojos, y el iris de los ojos, gris.
Uno siempre quiso creer que nuestras cigüeñas eran las mismas que el músico y compositor Shlomo Gronde ubicó en "La canción de la cigüeña" del Coro Sheba de niños etíopes: la historia de las grandes bandadas que migran todos los años desde Europa pasando por Jerusalén. Cuando las cigüeñas volaban sobre Etiopía, los niños judíos les cantaban esa canción.
Nos habían acostumbrado mal: últimamente, las cigüeñas se quedaban con nosotros y para esperar su propio regreso biológico se posaban sobre los pináculos o al borde de los aleros, algunas por la espina de los hastiales. Posadas, paradas, inmóviles, sin hacer nada de nada: ni abrir las alas, ni levantar la pata para esconderla en el plumón, ni torcer el cuello, ni hacer el castañeteo de majar el ajo... Se oscurecía el cielo y allí seguían, quietas, sin hacer nada, cien dontancredos lidiando el toro de los vientos gélidos de Castilla. Cuando terminaban con la crianza (ya no hacían, creo, aquello que era su costumbre de sacrificar por desplome de lo alto a una de sus crías, la más torpe), en vez de emigrar y dejar vacíos sus grandes nidos, se paralizaban y no emprendían vuelo para buscar climas clementes, se quedaban invernando con nosotros. Y voy al caso. Esta vez, al olor del otoño, dos meses antes como dicen los cánones meteorológicos del Calendario Zaragozano, Julio casi agonizante, las cigüeñas desaparecieron de la Villa Episcopal. Movidas por el estigma viajero que desde hace años se negaban a obedecer, este año echaron a volar. La madre naturaleza es sabia –siempre lo decimos porque es verdad y porque hay que decirlo aunque parezca caprichosa, sesgada, voluble como las veletas locas y las cometas, los “papaventos” como se llaman en Galicia, por algo será–. Se fueron y más de veinte nidos quedaron abandonados en la torre de Santiago, en los torreones espléndidos del castillo, sobre la espadaña de San Miguel. Dejaron sus nidos vacíos: palos, barro, paja, trapos y materias diversas, casi 600 kilos por nido. No del todo abandonados pues quedaron los parásitos de siempre: gorriones, estorninos, cernícalos y palomas.
Y es por eso que el mismo día en que el Príncipe decidió dar esperanza a la continuidad dinástica y anunciar su nido definitivo, el Ayuntamiento contrató personal para destruir, en la ausencia de sus amas, los nidos abandonados y sin puerta blindada. Como gobernar es tomar decisiones, había que hacerlo y se ha hecho. Era necesario si en algo se valora el futuro de los monumentos, sobrecargados y amenazantes de ruina irreversible.
El otoño siempre huele a “perfumes frescos como carne de niño, dulces como los oboes, verdes como las praderas”. No es presunción mía, sino verso del enorme Baudelaire (¿recuerdan a Baudelaire?, no, claro, ¡quién iba a recordarle y seguir jugando a Operaciones Triunfo!) Él decía que “la Naturaleza es un templo cuyos vivientes pilares dejan a veces escapar confusas palabras”. Ya saben, Charles Baudelaire era un poeta parisino al que llamaron el poeta maldito, “siempre descontento de todos y de todo” como dijo él mismo. Su verso antes citado pertenece a “Las flores del mal”.
Sí, ya sé que hoy debiera hablar del Príncipe, de doña Letizia con 'z', no olvidarme de Ibarreche, el traidor, pero al bajar la cuesta del cementerio, día de Todos los Santos, la nostalgia me pudo y decidí recordar a las cigüeñas de mi pueblo, sin nido para cuando vuelvan. Volverán para San Blas bendito; sé que volverán.

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