1166.- El primer presidente
Me lo pidió en la primavera del 94. Se celebraba un recital de sus poemas en la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo: “Querido Víctor, si buenamente puedes venir, me encantaría. Si vienes, te comprometo a leer en mi nombre dos o tres poesías mías que por su carga emotiva a mí me costaría hacerlo. Te las mando para que las conozcas y si no puedes venir, ya las leería yo o las suprimiría del repertorio.”
Allí estuve, claro, y uno de los poemas que recité en nombre de su autor (un Gonzalo Payo de lágrimas incipientes apenas perceptibles en su rostro recio) era el que escribió delante del sepulcro de su padre –la misma sepultura donde ahora él descansa–: “Padre, me voy. Contigo quedan/ el mármol y el ciprés aquí a tu lado,/ y contigo también se queda un poco/ de todo lo que soy, de lo que amo./ No sé si nos veremos algún día/ en la nada sin fin/ que juntos tantas noches contemplamos./ Pero si no es así/ sabe que trascendiste sobre el tiempo/ y yo trascenderé también, dejando,/ lo que aprendí de ti a quien me siga.”
Desde hace un año no abandona ya el mármol y el ciprés. Se ha anclado a media legua del sitio que amó más que ningún otro sitio –para hablar de La Viña, la casa rural de la familia Payo, hay que hablar en leguas, y eso que ni idea tengo de si es mucho o poco una legua; debe andar por algo parecido a un camino que se hace en mil santiamenes, no un ir y venir entre la casa y el fondo del jardín–. Desde el pueblo al cementerio hay un paseo bien cuidado por donde la gente acompaña en los entierros y por donde las parejas pasean el amor a la luz de la luna, hoy llena, invitadora a los conjuros.
Fui su Jefe de Gabinete cuando él era el primer presidente de Castilla-La Mancha, no del “Ente Preautonómico”, como algunos, para incluir rebajes en su talla política, se empeñan erróneamente en declarar. Fui también su amigo y, a veces, hasta su confidente. Cuando se moría, me escribió: “Estoy todo el día entre el sillón y la cama pero todavía me rige la cabeza y puedo, como ves, escribir, y hasta pintar algún rato…”
Cuando dejó de ser presidente de la Comunidad y abandonó por unos años la política activa, escribió un artículo que tituló “La cuarta dimensión”. Lo incluyó en su precioso libro: La herencia fenicia. Observar y vivir (Toledo, 1997). Decía: “Se me erizan los pelos de la nuca cuando pienso que si hubiera seguido en la política ahora estaría esquivando “cuchilladas”, tragando batracios por las mañanas y aguantando improperios de cualquier maleducado con cara de disgusto permanente”. Su observar y vivir, siempre comprometido con quehaceres solidarios, se malogró el pasado año.
El tiempo que pasa puede ser suspiro, instante, o puede convertirse en siglo y hasta eternidad, que estas cosas se miden por la velocidad lenta o vertiginosa del olvido y por la fugacidad del sentimiento. Pero Gonzalo era un hombre que se entregaba a la familia, a los amigos –al pueblo también, pues era político de los honrados–, y era también poeta; eso le hizo más humano y más doliente, como escribía Jaime Sabines (el chiapaneco, autor de Tarumba): “Métete en el costal de tus huesos/ y échate a rodar si quieres ser poeta...” Francisco Umbral escribió que la obra de Payo era ante todo un objeto moral.
Se marchó con el calor sofocante del estío toledano. Germinaba el dolor en los matorrales serranos y, de vez en cuando, una nube blanca, deshilachada, vidriaba lágrimas amigas. La memoria no es exacta fotografía pero cuando enterrábamos su cuerpo en el cementerio de Pulgar, con el campo zurcido de viñas y olivos, los verdes se obscurecían en gris y los racimos pintaban el peldaño anterior a la vendimia (“Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia/ Como si ésta ya fuera ceniza en la memoria”, colea el Soneto al Vino de Borges).
Con Garcilaso, otro poeta toledano, y hasta con la andariega Teresa de Ávila, hace tertulia ahora para reinventar vías lácteas; igual que Santiago, el peregrino, en Finisterre.