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1158.- Ladan, Laleh, Juan Diego, Isabel, Romeo, Julieta…

Seco ya al llegar la canícula imposible que asola y ciega, que asfixia, no sé por dónde ni cómo empezar la mañana. Se me viene Shakespeare y me encuentro con el entierro triste de los Montesco y los Capuleto que lloraron féretros separados de jóvenes que tenían idéntica alma. A veces, estar juntos es malvivir, como las siamesas que necesitaban vidas separadas; todo lo hicieron juntas. Jodie y Mary eran nombres supuestos para proteger su identidad.
Ladan y Laleh compartieron su vida con la misma cavidad craneana: sólo se alejaron para morir por separado y emprender en féretros diferentes su último viaje; ¡hasta que la muerte nos separe! Al parecer, los médicos que intentaron el milagro no deseaban asumir tanto riesgo, querían volverse atrás, pero Jodie y Mary suplicaban el divorcio de sus cuerpos y de sus vidas; la una quería ser periodista y la otra abogada. Decían, como pretexto, que querían mirarse a la cara directamente y no en el espejo. Eran siamesas cefalopagas, unidas en la parte superior del cuerpo, con dos rostros en posiciones opuestas, o sea que pensaban diferente, no como las craneotoracopagas, que llevan unidas las cabezas, que tienen un solo cerebro, o sea, que son la misma persona.
Julieta Capuleto estaba unida a Romeo Montesco por el corazón, como Isabel Segura con Juan Diego Martínez: amar es trufar tejidos del sentimiento, del corazón, de las vísceras…, y no poder vivir ya separados (Julieta: ¿Quién eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis secretos?; Romeo: Júrote, amada mía, por los rayos de la luna que platean la copa de los árboles; Julieta: ¡Tus labios están calientes todavía! ¡Oh daga bienhechora! ¡Enmohécete aquí y dame la muerte!)
Juan Diego Martínez de Marcilla e Isabel de Segura, los muchachos amantes de Teruel, también eran siameses del corazón. Sus familias querían separarles por cosa de limpieza de sangre; ¡ser cristiano viejo!, qué mal suena hoy, precisamente hoy que se nos ha muerto Leon Uris, el autor de “Éxodo”, aquella novela que en el cine protagonizó Paul Newman. Entonces se miraba mucho lo de la sangre con pedigrée y por eso intentaron la cirugía asesina de antaño: casar a la moza para no dar lugar a que creciesen amores inconsentidos. Al entender el corazón de Juan Diego que nunca más podría latir para Isabel, prefirió dejar de latir para siempre, y la infortunada amante, perdida en el delirio del amor perdido, condenada a amar a quien no la amaba, se acercó al catafalco y al ver aquellos labios aún abiertos pidiéndole el beso que le negara unas horas antes, no pudo resistirse a esa última petición callada de su amado y, postrándose junto a él, le dio el beso que resucita a los muertos pero que a veces deja sin aliento para sobrevivir. Maravillados los asistentes de la duración de aquel beso, quisieron levantar a la infortunada amante de don Juan Diego, pero los labios del amado la habían transportado a la eternidad.
En el túmulo de Juan Diego, de Isabel, de Romeo, de Julieta, de Ladan, de Laleh…, como en el de nuestro Martín Vázquez de Arce, el doncel de Sigüenza, Sebastián de Almonacid debiera esculpir un león y un pajecillo como muestra de su valor, y una gavilla de heno para simbolizar lo efímero de la vida. Perdidos en el delirio del amor perdido, siempre nos quedará Neruda: “Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.”
No sabía por donde empezar y ya ven: en lugar de hablar de la cena toledana posterior a la toma de posesión de José Bono, cuando Alberto Ruiz-Gallardón “dicen que dijo” lo del respaldo a los socialistas en la crisis de la Asamblea madrileña. O recordar que no es cierto lo de la retirada de Aznar pues el Molt Honorable Senyor Jordi Pujol, que sabe de esto, asegura que el actual presidente del Gobierno suprimirá las Autonomías en 10 o 15 años. He preferido traer deseos imposibles, vidas paralelas, féretros separados… ¿Estaremos condenados a mirarnos siempre en un espejo?

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