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1124.- Ayn Rand

Hace años, cuando uno era un muchacho que vivía, soñaba y poco más, tuve un hermoso libro. Estaba viejo y subrayado como la cebra loca de los payasos de la tele, pero era mío y me gustaba. Aunque no fuera libro de poesía, me hacía soñar. No era de los que se roban fácilmente, como una novela de Cela o las memorias sacerdotisales de Ana Rosa Quintana, pongo por caso, pero aquel libro voló de mis estanterías como si hubiera soñado con golondrinas —Soñar con golondrinas, ya se sabe, es señal de alejamiento de seres muy queridos—.

Cuando la destrucción del World Trade Center, inicié una marcha, no frenética, no soy de esos, en busca del libro recordado. Al releerlo, supe con exactitud la motivación y el sentido del 11-S: aunque no lo supieran los talibanes, alguien luchaba contra esa mujer; tampoco los de Atila o los de César, tanto monta, sabían su porqué. Dentro de cien años, todos los libros de historia, si es que los hay, dirán que el 11-S fue el ataque a las ideas de una mujer: la única filósofa en toda la historia de la humanidad que defendió de una manera sistemática, lógica y contundente los derechos individuales; una enemiga implacable de quienes sacrifican la libertad individual del hombre a los caprichos de los políticos, los edictos de los burócratas y la envidia de los igualitaristas y fundamentalistas. Cuando Nueva York cayó herida por el rayo talibán, supe que aquello no era un jaque a los Estados Unidos de América, como pudo haber sido el ataque al Pentágono o a la Casa Blanca, sino el asalto a las ideas de Ayn Rand. El desafío a Howard, el protagonista de El manantial. “Dentro de mil años se recordará un solo nombre del siglo XX por haber sido, en la forma mas sorprendente y positiva posible, el del único cerebro que tuvo un pensamiento filosófico original en este siglo", se dijo de la autora.

Cada vez que visito un monumento renacentista, clasicista, neogótico, modernista… pienso en Howard Roark: “Los griegos cuando empleaban el mármol copiaban sus construcciones de madera, sin razón, porque otros las habían hecho así. Después los maestros del Renacimiento hicieron copias en yeso de copias de mármol de copias de madera. Ahora estamos aquí haciendo copias de acero y hormigón de copias de yeso de copias de mármol, de copias de madera…”

Las torres gemelas eran el punto de encuentro del comercio internacional: un símbolo no sólo de riqueza, sino del comercio como la forma más civilizada de interacción humana —"Comercio mundial significa paz mundial", había dicho el arquitecto principal, Minoru Yamasaki, y los edificios aquellos tenían un propósito muy superior a proveer espacio a los ocupantes. Eran el símbolo de la dedicación del hombre a la paz mundial que representa el comercio internacional—.
La arquitectura del World Trade Center significaba el triunfo de la ruptura con la normas preestablecidas: ¡Adiós a los triglifos, las metopas, los frontones, los templetes, las columnas estriadas…! ¡Muera el Partenón! ¡Abajo lo que otros hicieron! ¡Se acabaron las copias! ¡Cada ser tiene derecho a ser él mismo y no fotografía de los demás! El mundo de Roark era el de la innovación sin herencia insensata de postales retocadas. La tradición ahoga, es una rémora que enraíza para que no despeguemos; o muramos, no lo sé. ¡Nada más triste que una discoteca con apariencia de templo egipcio de escayola de colorines!

Vimos en directo los aviones comerciales, llenos de gente entre la que pudimos estar nosotros, atravesar paredes de hierro y vidrio. Bolas de fuego atrapaban en el infierno a miles de personas. Brillantes torres de Roark se tornaban alminares de humo volcánico en el horizonte neoyorquino.

Nacida en Rusia y emigrada a los EEUU, vio a Lenin expropiar el negocio de su padre y a Stalin matar a su familia. Los liberales la tildaron de reaccionaria, los conservadores, de revolucionaria, los comunistas, de pro-capitalista, y la Iglesia, de atea. Tenía locas ideas: la realidad objetiva (“Para poder manejar a la naturaleza, hay que obedecerla, o mejor aun, el deseo no hará que ello suceda”), la razón (“No puedes comerte la torta y a la vez tenerla”), el interés en uno mismo (“El hombre es un fin en sí mismo”), y el capitalismo (“Denme libertad o mátenme”). Alguien debiera reeditar El manantial y La rebelión de Atlas, sus dos obras más geniales, y poner en el frontispicio de la historia su famoso Himno: “Yo soy. Yo pienso. Yo lo deseo…”

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