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2054.- El hombre mariposa

25/01/2018

Quise titular “Res non verba”, una frase latina —Res non verba: hechos, no palabras para advertirme de que las acciones son más importantes que las palabras— pero se empotraran inesperadamente en el texto y en el contexto los vaivenes políticos de un hombre mariposa para intentar modificar la mentalidad sin necesitar cambiar de tema.

En cierta ocasión, a San Agustín, uno de los grandes genios de la iglesia Universal que vivió y escribió varios siglos después de Cristo —354/430—, le pregunté qué era el tiempo y él me contestó: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo”.

No sé si por aquella conversación quimérica con el hijo de Santa Mónica, en esta ocasión el tiempo es un correveidile como si una persona aficionada a contar chismes, e intento manejar desordenadamente los siglos en que vivieron las personas que irán apareciendo en escena:

Vicente Huidobro —1893/1948—, un poeta chileno conocido por el movimiento estético denominado creacionismo y considerado uno de los más destacados poetas chilenos junto con Lucila Godoy Alcayaga (1889/1957) —Gabriela Mistral— y con Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (1904/1973) —Pablo Neruda, premio Nobel de Literatura en 1971—, así lo manifestó: “Yo no estoy y estoy/ Estoy ausente y estoy presente en estado de espera/ Ellos querrían mi lenguaje para expresarse/ Y yo querría el de ellos para expresarlos/ He aquí el equívoco el atroz equívoco/ Angustioso lamentable/ Me voy adentrando en estas plantas/ Voy dejando mis ropas/ Se me van cayendo las carnes/ Y mi esqueleto se va revistiendo de cortezas/ Me estoy haciendo árbol/ Cuántas cosas me he ido convirtiendo en otras cosas/ Es doloroso y lleno de ternura/ Podría dar un grito pero se espantaría la transubstanciación/ Hay que guardar silencio Esperar en silencio.”

André Paul Guillaume Gide —André Gide—, un escritor francés ganador del Premio Nobel de Literatura en 1947, que nació en 1869, murió en 1951 y dejó en algún lugar de su obra esta reflexión: “Ni una palabra asoma a mis labios sin que haya estado primero en mi corazón”.

Cuatrocientos años antes de nacer Cristo, un profesor me reveló cierta mañana: “Sólo pasarás frío si piensas que hace frío”. Por entonces, yo andaba de parranda académica con Critias, Alcibíades y algunos más; nos llamaban “La juventud dorada de Atenas” y aplaudíamos a rabiar. Era un sábado del mes de septiembre y cuando, a primera hora del lunes regresé al cole, andábamos ya divididos en dos bandos irreconciliables: el de los niños malos y el de los niños buenos; unos pensaban que el frío era producto de su imaginación, que con la mente se puede hacer milagros, y los otros, que el cerebro es un termostato que da fe de la temperatura en el exterior. Se armó la marimorena, y así hasta que al profe le acusaron de no sé bien y se zampó la cicuta como si nada.

Empezaba el alba y la nave de Delos acababa de llegar. El compañero Fedón fue el primero en acudir al ágora, la plaza del lugar. Con la tristeza de saber que veríamos por última vez al maestro, uno a uno fuimos arribando: Critón, Critóbulo, Hermógenes, Antístenes, Menéxeno, Simias, yo mismo que, como el bueno de Apolodoro, no dejaba de llorar… Platón estaba enfermo y no pudo acudir. El maestro nos recordó que debíamos un gallo a Esculapio: “Pagádselo y no lo descuidéis”, dijo antes de marcharse al otro barrio. Y no es que debiéramos un pollastre barítono a algún proveedor generoso, la verdadera razón del encargo estaba en la interpretación pesimista de la vida que afloraba en nosotros por entonces. La tradición obligaba a ofrendar un gallo a Esculapio —el hijo de Apolo y de Coronis— en agradecimiento por la salud recuperada, y así Sócrates para quien había llegado el momento de dar gracias a los dioses por encontrarse curado de la desalmada enfermedad que es la vida. Estaba asistiendo a Glauco cuando bruscamente cayó éste mortalmente herido por un rayo. Apareció en la habitación una serpiente y Esculapio la mató con su bastón. Otra serpiente entró y revivió a la primera metiéndole unas hierbas en la boca. Con estas mismas hierbas, Esculapio logró resucitar a Glauco. A ruegos de Plutón, el dios de los infiernos, Júpiter hizo morir a Esculapio porque éste curaba los enfermos, resucitaba los muertos y el infierno se quedaba desierto.

Lo consulté, vía mensajes del pasado, con Tito Livio que me previno de que “la guerra es justa para aquellos a quienes es necesaria y sagrada para aquellos a quienes no queda otra esperanza”.

Como las acciones son más importantes que las palabras, ya en el siglo pasado lo cotejé con Albert Einstein que me explicó como si tal que no se sabe cómo será la tercera guerra mundial pero que la cuarta será con piedras y lanzas, y con Winston Churchill, para quien “un fanático era alguien que no puede cambiar de mentalidad y no quiere cambiar de tema”.

Aunque los cigarros puro que fumaba Winston no fuera un cohíba behike —frenesí sublime del humo, nuez, madera, toque acre indescriptible—, aún aspiro los aromas de aquella vitola memorable del hijo de Lord Randolph. “A la más perfecta de las dictaduras, preferiré siempre una imperfecta democracia”, decía Sandro Pertini, el séptimo presidente de la República Italiana desde 1978 a 1985.

Atando cabos —res non verba; hechos, no palabras— el pequeño recorrido de autores y pensamientos ofrecido ha intentado ser un precario compendio de la historia inesperada del hombre mariposa, un señor del que cada lector o lectora ha de averiguar su nombre y el porqué de tales conjeturas.









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