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2043.- Nostalgias de una feria inolvidable

02/12/2018

No escribo sobre la nostalgia al recordar mi lectura entusiasta de “La feria de las vanidades”, la novela de William Makepeace Thackeray —uno de los escritores satíricos ingleses más populares de todos los tiempos, nacido en la India en 1811 y fallecido en Londres en 1863— sino de la nostalgia de una feria inolvidable.

Hace un par de semanas recibí un SALUDA del alcalde de Turégano invitándome, como Cronista Oficial de la Villa, “a la inauguración de la tradicional Feria de San Andrés 2.018 que tendrá lugar el día 30 de noviembre a las 19 horas”.

Agradecido por la deferencia, vino a mi mente el capítulo 32 de mi libro El Señorío Episcopal de Turégano, otras historias de Castilla, y aunque solo sea por curiosidad y nostalgia traigo hoy estas acotaciones:

Desde la festividad de Santa Catalina hasta la de San Andrés, más diez días antes y algunos después, desde tiempo inmemorial se celebró en Turégano una tradicional Feria de Ganados. Una feria inolvidable que comenzaba oficialmente el 24 de noviembre, víspera de la festividad de Santa Catalina, y al llegar a San Andrés, el 30, se prolongaba un día más.

Andando el tiempo, la feria fue ya sólo en honor del santo hermano de San Pedro, con cuya denominación ha llegado a nuestros días. Tanta fue la importancia de esta feria, en Castilla y en toda España, que ya desde el día 13 de Noviembre, festividad de San Bricio, un santo cristiano francés — 370/444— que es el patrón de los jueces, la villa se llenaba de feriantes que, procedentes de cualquier rincón del País, llegaban a comprar o vender cualquier tipo de ganado, especialmente caballar y mular.

En los días que duraba aquella feria inolvidable, casi todas las viviendas privadas de la Villa Episcopal y sus poblaciones limítrofes –Veganzones, Sauquillo de Cabezas, Torreiglesias, Caballar, Muñoveros, Escalona del Prado... y hasta Aguilafuente, Cabezuela y Cantalejo– se transformaban en posada franca para el forastero, que, a fuerza de acudir año tras año, establecía en ocasiones unos vínculos casi familiares con la familia anfitriona. La afluencia de gentes de cualquier lugar y condición era tanta que la población de la villa se multiplicaba hasta por cien.

Una feria de Turégano, que tanto prestigio y popularidad dio a la villa, que cuando en algún escrito del pasado aparece recibe siempre el apelativo de “inmemorial”.

Para adoptar todo tipo de pruebas, tendentes a demostrar la “antigüedad inmemorial” de la feria y sus usos, se recogieron testimonios y declaraciones juradas de los más ancianos del lugar y de la comarca, coincidiendo todos en que “la dicha feria es muy anterior a sus recuerdos y a los de sus abuelos”, trayendo, incluso, una Provisión del rey Felipe II, fechada en el año 1577, en donde se reconocía que “desde tiempo inmemorial se acostumbra a hacer en Turégano una feria para la que el rey arrienda las alcabalas, llevando a los vecinos de esa villa de diez uno y a los que de fuera aparte viniesen a vender y contratar a la dicha feria, a sesenta o setenta maravedís del millar”.

En la Feria de Turégano, cuando se llegaba a un acuerdo en la compraventa de algún caballo, mula o cualquier otro animal, los compadres protagonistas del trato, ritual y obligatoriamente, concluían: “Y ahora, a echar el alboroque”. Efectivamente, durante los días de feria y mercado, a lo largo del recinto ferial, situado en la altiplanicie de subida al cementerio donde hoy existe un barrio de viviendas adosadas, se colocaban pequeñas mesas que, a modo de improvisadas barras de cantina atendidas por espontáneos taberneros –con una simple garrafa de vino y una bandeja con bollería y dulces del lugar– servían para que los centenares de feriantes que cerraban un trato, simbólicamente, bebieran y comieran juntos, o sea, en lenguaje típico de esta tierra, “echar el alboroque”. Si el trato era excepcional, el alboroque se echaba en alguna de las numerosas tabernas y cantinas de la población. Esto era en cada ocasión de cierre de trato, porque a la hora del almuerzo enormes calderas de cobre, colocadas estratégicamente a lo largo de la calle Real y en el propio Ferial —atendidas principalmente por vecinas de la villa especializadas en este tipo de guisos— servían de restaurante singular al aire libre para proporcionar al comensal un manjar exquisito: el famoso bacalao al ajo arriero, típico de esta feria y otros platos exquisitos típicos de la culinaria tureganense.

Para asentar mi nostalgia de aquella histórica feria acudo a Jerónimo García Gallego —Turégano, 1893/La Habana, Cuba 1961—. “Buscad un poeta que ponga mis lágrimas en verso y tendréis hecho mi mejor discurso”. Así, con esa cursilada tan hermosa, inició su discurso grandilocuente un hombre ilustre, un gran pensador y escritor segoviano, un tureganense que en el año 1929 recibió de su pueblo el homenaje más entusiasta que jamás un hombre de letras haya podido recibir de los suyos. Y que en las Cortes Constituyentes de la Segunda República Española —1931/1933, a su lado: Unamuno, Marañón, Sánchez Román, Madariaga y Ortega y Gasset—, fue el candidato más votado en la provincia de Segovia que aportó al Congreso cuatro diputados: el “Independiente Demócrata, Republicano, Católico y Agrario” (sic) Jerónimo García Gallego, los republicanos Cayetano Redondo Aceña y Pedro Romero Rodríguez, y Rufino Cano de Rueda —1968/1942— un periodista y político español, abogado de profesión, elegido varias veces senador y diputado en las Cortes Generales..

“La cultura es una cosa y el barniz otra”, lo escribió Ralph Waldo Emerson —Massachusetts 1803/1882—, un escritor, filósofo y poeta estadounidense, líder del movimiento del trascendentalismo, cuyas enseñanzas contribuyeron al desarrollo del movimiento del «Nuevo Pensamiento», y aunque mi nostalgia no emane de “La feria de las vanidades” sino de una feria inolvidable, atando cabos acudo como despedida a estas palabras de Gabriel García Márquez: “La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos”.



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