2018.- Los mandarines23/07/2018
“El arte es una tentativa de integrar el mal”. Lo escribió Simone de Beauvoir en Los Mandarines, un hermosísimo libro que ganó el Goncourt en 1954, un premio literario francés creado por Edmund de Goncourt en su testamento de 1896.
Según algunos críticos, Los Mandarines es la mejor novela documental sobre los años de postguerra de la Segunda Mundial. La vida y los avatares personales, políticos e ideológicos, de Dubreuilh (Sartre), de Henri (Camus) y de Anne (la propia Beauvoir) son una evocación de la vida cultural, política y de los deseos de una nueva moral.
Cuando hace muchos años, en mi primera juventud, devoré Los Mandarines, el libro andaba prohibido en España y tal vez por eso se leía con más morbo; ahora, con menos curiosidad por los detalles y con más atención a las ideas, suele decirse que “si ya nadie tuviera la conciencia sucia, si el mal desapareciera de la Tierra, el arte también desaparecería”.
En las estribaciones de postguerra de la Tercera Mundial, de la fría y lenta que muchos de nosotros hemos vivido mientras nos hacíamos hombres, tendríamos que preguntarnos si ese es el motivo por el que los antiprogresistas organizados quieren suprimir el mal —Nikita Kruschev, el dirigente de la Unión Soviética durante una parte de la Guerra Fría, que nació en Kalínovka en1894 y murió en Moscú en 1971, solía decir que “los políticos son siempre iguales. Prometen construir un puente incluso donde no hay río”.
Confieso que he pasado muchas horas leyendo Los Mandarines, ese hermoso libro de Simone de Beauvoir; alguna de ellas como maleta perdida en aeropuertos de acá y de allá —leer es crear, releer y recrear un trozo del mundo perdido.
En las procesiones de Semana Santa, por ejemplo, se nota que el arte es una tentativa de integrar el mal. Los pasos escultóricos geniales, las grandes catedrales que atesoran obras de arte como bancos centrales del país de la utopía, las esbeltas torres, milagro de piedra y equilibrio, las bóvedas desafiantes de ingenio y prodigio, los retablos fastuosos, los doseles, los tronos, las sillerías de maderas preciosas, los presbiterios de mármol ostentoso. Todo lo que ha sido propiedad de la Iglesia es rico y fastuoso; mi propio pueblo, señorío episcopal, está lleno de cajoneras de nogal en sus descuidadas sacristías.
Las ciudades históricas, repletas de exquisitos y ricos ornamentos litúrgicos, de casullas y capas pluviales donde el oro y la plata es como césped en pradera de ricos ociosos, las dalmáticas, los palios y manteles de altar, los anaqueles y alacenas repletas de la mejor orfebrería religiosa, de acetres e hisopos, de cálices, copones, lámparas del Santísimo, atriles, candelabros, cruces de altar y cruces parroquiales, custodias, incensarios, ciriales... En cualquier rincón, sagrarios de oro o de madera policromada, vinajeras, lámparas, bellísimas sacras, hermosos facistoles, bancos, confesonarios, estandartes, pendones, doseles, pilas bautismales...
Sin la hipotética traición de la Iglesia a su fundador —¿qué es una traición?: “Traición, tu nombre es Dulce”, dijo Isabel II al enterarse de la sublevación del general Domingo Dulce—, el arte no habría sido posible. El traje de un cardenal vale un dineral, las tiaras no tienen precio, Cristo, el Dios de los pobres, parece más Cristo si se presenta en oro macizo y sembrado de esmeraldas. Tener fe así, es casi un milagro, tal vez el mayor milagro de Dios. Pero gracias al mal que se coló en los sucesores del Justo, la cultura y su gloria florecieron como lirio en primavera. Ni pañales tuvo el Justo cuando llegó a nosotros; ni cuna siquiera. Cuando le crucificamos, haciéndole sangrar como a perro rabioso y maldito, inventamos para el futuro la gloria cultural. Ahora, le paseamos por las calles, cubierto de oro y seda, entre kilos y kilos de cera ardiendo; también a su pobre madre indigente. Sin esta Iglesia no habría sido posible el arte en el corral placentero donde viven los hombres: la Humanidad se lo premiará, Dios, no lo sé. Ni el Greco ni Rivera, ni Fra Angélico, ni Miguel Ángel, Bernini o Berruguete. Con el Justo a la cabeza resultaba imposible el esplendor del arte, tentativas de integrar el mal. Quienes sostuvieron el peso de la Iglesia, probablemente hicieron lo que tenían que hacer.
Aunque avergonzados por lo que pasó, no dejamos de admirar las consecuencias, las benditas consecuencias de la traición. “¡Qué traidor no desconfía” cantó fray Gabriel Téllez —Tirso de Molina—, un religioso mercedario español que nació en Madrid el 24 de marzo de 1579 y murió en Almazán, una villa cabecera del municipio de su nombre perteneciente a la provincia de Soria, el 20 de febrero de 1648.
“Me parece interesante esa idea de que el mal es necesario por el arte”, escribió uno de los personajes de Simone de Beauvoir —París, 1908-1986—, una pensadora y novelista francesa, representante del movimiento existencialista ateo y figura importante en la reivindicación de los derechos de la mujer. En 1929 conoció a Jean Paul Sartre que se convirtió en su compañero sentimental durante el resto de su vida.
“El que viaja mucho va leyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar al que llega” —con esas palabras de “Niebla” de Miguel de Unamuno inicié, cuando yo apenas había cumplido los nueve años el primero de los cuadernos de notas que desde entonces escribía para releer de vez en cuando.
En ese mismo cuaderno de notas, releo ahora esta frase de Azorín de su obra “Brandy, mucho Brandy” que así dice: “Solo cuando vivimos en peligro sentimos el goce pleno de la vida”.
En la guerra de mandarines y silbidos en el viento, para finalizar con algo entrañable y popular, atando cabos recuerdo y digo que en Turégano suele decirse que quien espera desespera, que quien desespera no alcanza y que por eso es bueno esperar y no perder la esperanza.