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2013.- Ardiente oscuridad

25/06/2018

Truenos sin relámpagos, cuando el jueves 17 de octubre de 1991 Arnaldo Otegui y sus correligionarios arrancaron las piernas a Irene Villa, una niña de doce años, y al parecer brindaron con cava catalana y txakoli de Guetaria.

Un médico del hospital Gómez Ulla madrileño así informó al padre de Irene: “La explosión de una bomba alojada en los bajos del coche ha hecho que la niña saltara por los aires, ha pedido las dos piernas, los brazos y tiene la cara desfigurada, no sabemos si podremos hacer algo por salvar su vida pero necesitamos su consentimiento para seguir adelante con las operaciones.” Y el padre: “Sólo tiene doce años, no se puede condenar a una niña a vivir en una jaula para siempre. No puedo obligar a mi hija a estar atada de por vida a un cuerpo roto, no puedo dar esos permisos, prefiero que la dejéis morir...”

Años después, Irene Villa, una mujer que sonríe a pesar de tanta sinrazón, me explicó: “Pero pronto espabiló mi padre y se encargó de que sus piernas fueran las mías.” —Ella sabe que se puede—. Quince años después, coincidí con Irene, una mujer que caminaba sobre dos piernas ortopédicas y que estaba llena de optimismo —a pesar de que los correligionarios de Otegui le arrancaran medio cuerpo, ella supo reaccionar y dar ejemplo. Se hizo psicóloga, periodista y licenciada en Humanidades. Sonreía porque en su mente no había malicia ni resentimiento.
Aunque metafóricamente pertenezcamos al club de los poetas muertos y permanezcamos en la ardiente oscuridad, como el título de la obra de teatro en tres actos de Antonio Buero Vallejo, estrenada en 1950, Irene Villa nos recuerda cada día que la esperanza no es lo que el viento se llevó. Mientras me dedicaba su libro, su “Saber que se puede” —“A Víctor, para llenarle de ilusión”—, hablaba bien de todo el mundo y eso seduce. “Este libro es el hijo que siempre he querido tener” —me dijo—. “No les odio, el odio se lo dejo a ellos; si sabes que se puede, lo intentas hacer y lo haces; la esperanza es la gran virtud; no hay que refugiarse en el miedo; si tú no las ves, las barreras no existen; te ayudas si ayudas; lo que importa de verdad está en el interior de cada uno de nosotros…”

Examinado con ojos de este mundo, yo tuve más suerte que Irene Villa. Casi fui víctima del terrorismo en el año 1988 (el “casi” se llama suerte, destino, albur, no sé). Tuve un paquete bomba etarra en mis manos y, apenas lo abandoné en una mesa de despacho, una compañera perdió sus manos y otra sus ojos —quedó en la ardiente oscuridad y sin ganas de vivir.

Una tarde, Irene Villa y su madre — ésta con una sola pierna y un solo brazo— dijeron a José Luis Rodríguez Zapatero, por entonces el quinto presidente del Gobierno de España, que se pusiera en su lugar y en el de los miles de víctimas del terrorismo etarra, que no negociara con los asesinos, y él: “Poneos vosotras en mi lugar, también mataron a mi abuelo” —su abuelo paterno, el capitán Juan Rodríguez Lozano, capitán del ejército bajo el mando de la Segunda República española, fue fusilado el 18 de agosto de 1936 por negarse a participar en la sublevación en León —nada más llegar al poder, aquel presidente tan desconcertante prometió la elaboración de una “Ley de Memoria Histórica”.

Tenía el poder y, como si lo apostara en BET365 o a la ONCE, lo ejercía a su conveniencia; no sabía lo del escarabajo que en la fábula de Samaniego pudo con el águila.

Dando una larga cambiada al morlaco de estas historias, cuando las lágrimas sean lágrimas de celuloide, en nuestra película no viajarán carros de fuego ni se usará la escopeta nacional. Estaremos bajo el soy, no cara al sol, y retoñará una conspiración de silencio, un gran carnaval, y no diremos qué bello es vivir, sólo “arsénico por compasión”, como en la película de Frank Capra interpretada por Cary Grand, porque las cumbres políticas de hoy están borrascosas y los horizontes casi perdidos.

Desde hace muchos años, intento saber que se puede, superar la ardiente oscuridad y seguir un viejo proverbio de Plinio el Viejo, un escritor, científico, naturalista y militar latino que nació el año 23 después de Cristo y murió antes de cumplir los sesenta: nulla dies sine línea — “ningún día sin línea”— y, atando cabos, viene a mis recuerdos esa jauría de etarras delirantes y acude en mi ayuda Groucho Marx: “ellos pueden parecer idiotas y actuar como unos idiotas, pero me dejo engañar, son realmente unos idiotas”, y siguiendo en la partitura humorística de Groucho, éstos son mis principios y si no gustan tengo otros; que como decía don Quijote, el Caballero de la Triste Figura, la culpa del asno no se ha de echar a la albarda.

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