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2000.- Políticos presos

10/04/2018

Hoy por hoy, España no tiene presos políticos sino políticos presos.
Si uno fuera Jean Jaques Rousseau, un señor que nació en Suiza en 1712 y murió en Francia en 1772, escribiría “Las meditaciones del paseante solitario”, pero no es el caso ni por nacimiento ni por paseante.

Por más que nos parezca ahora el principio de los tiempos, muchos años llevábamos los hombres pisando este planeta cada vez menos hermoso.
Era antes, mucho antes, de los tiempos míticos de Matusalén bendito, el patriarca hebreo abuelo de Noé que según la Biblia vivió 969 años —como si hubiera nacido al llegar los moros a España y aún viviera cuando Isabel y Fernando hicieron llorar a Boabdil el Chico, un loco de la colina.

Mucho antes de que la madre de Matusalén decidiera parir a su hijo, en la Tierra los colores languidecían en su monótono poder: verdes de campiñas verdes, azules de cielos azules, rojos asesinos, grises de prolongada exactitud… Estaban también el púrpura, el lila y hasta el color satén, que es una especie de ternura dolorida que no sabe si llega o si se va, como el gallego del cuento. El mundo parecía una guacamaya de plumón hiriente. Siempre esclavos de mil señores con fortuna, los colores servían para disfrazar a las cosas de aguacate, de cántaro, de árbol, de idea… Eran accidentes adheridos a la sustancia —el ens in allio de los escolásticos trasnochados y los filósofos majaderos.

Más tarde, los pintores desvistieron a los colores de sus disfraces de manzana, aguacate o cántaro y, desnudos, bailaron dócilmente una danza sobre la superficie de los lienzos —en eso, el tureganense Esteban Vicente era maestro.

En aquel paraje idílico, los colores eran felices en función de sus ansias privativas de jarana, hasta que, de pronto, se armó la marimorena. El gris se acercó al omnipotente verde y le susurró al oído: “¿No has pensado que tú deberías ser el rey de los colores? Árboles y plantas se visten de tu color y además todos los animales viven gracias al oxígeno que producen”. El halago desperezó al color gris, siempre tan modoso, y sin mucho pensárselo decidió convocar a los demás para hacerles ver, con gran aplomo como casi todos los señores que van de gris por la vida, la necesidad de que él fuese el rey de los demás colores. Éstos, claro, no por el hecho en sí sino por la forma de encubrírselo, se revolvieron en sus cromáticas poltronas oficiales y comenzó una orgía de propuestas. El azul hizo ver que el inmenso mar y el alto cielo eran de su color. El rojo y el naranja, que las entrañas de la tierra eran de su color, y hasta amenazaron con abrasar la ciudad. La nieve, fuente del agua que alimenta plantas y mares, propuso que su color impoluto fuera el mandamás...

Se produjo el caos de la dispersión sin sentido: cada uno se marchó por su lado y sólo el negro permaneció en el universo; el negro que, como la oscuridad y el silencio no son sino la ausencia de la luz y del sonido, él es una entelequia nada más. Los pájaros dejaron de cantar. El sol se negó a amanecer por más que los gallos gritaban quebrando albores como diría Mío Cid Campeador…

El Creador, decepcionado, con la amargura impropia de un Dios complaciente, se echó a llorar como la mujerzuela del cuento y sus lágrimas cayeron sobre la tierra, pródigas y pertinaces, provocando el diluvio universal. Tanto lloró y lloró el señor del universo que los colores, avergonzados, salieron de los rincones más ocultos y se aparearon en un abrazo excepcional. El Sol volvió a brillar y en la bóveda celeste asomó el simbólico arco iris que explica el arrepentimiento de los colores perdularios. Y fue entonces cuando el Creador, para que nadie olvidara la peripecia, decidió abrir cada noche la puerta al color negro, hasta que la vida sea sólo claridad. Igual que después de cada tormenta nos regala el abrazo de los colores antaño desquiciados.

Dice el refrán que en abril, las lluvias mil, pero los colores y sus matices siempre han estado a la gresca y en esa pelotera siguen —un calambur o juego de palabras interesado como cuando Francisco de Quevedo con su “entre el clavel y la rosa Su Majestad es coja.”
En ese contexto, El Greco estiraba los colores, Botero los hinchaba y Dalí los derretía. Los impresionistas los desmenuzan, los realistas los moldean, los expresionistas los retuercen, los cubistas los trocean, los dadaístas los voltean, los simbolistas los maquillan, los abstractos geométricos los ordenan y los futuristas los arrastran; o sea, que cada cual con lo suyo y siempre a la gresca.

Aunque España no tenga presos políticos sino políticos presos, atando cabos hoy afirmo que no vemos las cosas como son, las vemos como nosotros somos. Vigila, pues, tus pensamientos para que no se cambien en palabras. Vigila tus palabras para que no se transformen en acciones. Vigila tus acciones para que no se truequen en hábitos. Vigila tus hábitos para que no se transfiguren en carácter, y vigila tu carácter para que no se convierta en tu destino.

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