Volver a Artículos     
1998.- San José crucificado

19/03/2018

Aunque estar completamente seguros es errar en voz alta, nadie sabe cómo murió San José. Quienes lo supieron, callaron, y luego, con la memoria colectiva desorientada, la tradición le hizo morir de viejo y convertirle en “patrono de la buena muerte” —para poder morir así, de muerte natural al lado de su hijo Jesús, tenía que ser viejo, con el cuerpo apagado y ya sin ascuas, nacido y crecido viejo, un patriarca venerable que acompañaba a su esposa la virgen María.

“El Evangelio según Jesucristo” es una novela del escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998, que cuando la década de los noventa se andaba abriendo decidió escribirla y poner en el asunto mensajes irreflexivos.

Un evangelio, del latín “evangelium”, es una buena nueva y a caballo entre unos y otros —los sinópticos y los apócrifos—, está ese evangelio de Saramago, una fantasía que aunque expone algunas cosas hermosas y bellamente aderezadas resulta escandalosa y maldita en el contexto de un caos escabroso y blasfemo.

El Jesús de Saramago nació en Belén, pero no de madre virgen pues ella tuvo otros ocho hijos. Y el padre, José, el carpintero de Nazaret, no murió en los brazos de su hijo Jesús sino crucificado por error en el barullo de un motín contra los romanos; murió en una cruz anónima, él solo con su propia muerte y su propia vida recorriéndole a espumarajos el alma y los recuerdos del alma, sin nadie que le asistiera —en la cruz número 40—. Pasaba por allí y lo crucificaron junto a 39 guerrilleros rebeldes.

Cuando eso sucedió, el carpintero José era un hombre joven, en la flor de la vida, y acababa de cumplir treinta y tres años —la misma edad que supuestamente tenía su hijo Jesús cuando le crucificaron en el monte Gólgota de Jerusalén—. Podría haber gritado “soy inocente”, pero se calló, desistió, y eso que dejaba viuda y nueve hijos, siete varones y dos mujeres. El mayor se llamaba Jesús y pudo hacer algo para evitarlo, un milagro, pero no había llegado aún su hora. Lo que sí hizo, niño de 10 años apenas, fue arrodillarse al lado del cadáver del padre ya descolgado de la cruz, y llorar, querer tocarlo, excavar la tumba y ayudar a su madre a enterrarlo allí, en Séforis, a pocas millas de Nazaret. Luego, de vuelta a casa bajo una lluvia impenitente, cubierto de barro y tiritando de frío, como a la madre no le salían las palabras tuvo que decir al resto de los hermanos: “padre murió, le crucificaron con los guerrilleros”.

Pocos días después, María le explicó al muchacho algunas de las cosas ordinarias y extraordinarias que acaecieron cuando su nacimiento, ocurrido en Belén por tener que obedecer órdenes romanas de censo y empadronamiento.

En Belén de Judea, aparte del hecho nada habitual de verse obligado a nacer en la mayor de las pobrezas y desamparo, el hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de la madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio.

La crucifixión del niño que nació pobre y desvalido hace 2018 años y que la humanidad y la historia se encargaron de encumbrar al lugar más alto de todos los lugares altos y de convertirlo en un hito desde el que los hombres arrancaron a contar y a descontar años y siglos, a Saramago, le mereció menos literatura y detalles que los dedicados a la supuesta crucifixión de su padre.

Con estos versos de Fernando Pessoa, un escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués que se sentaba en el histórico bar “A Brasileira” en el barrio de Chiado en Lisboa: “Quanto amei ou deixei de amar é a mesma saudade em mim”. “Quanto fui, quanto nâo fui, tuddo isso sou...” —“cuanto fui, cuanto no fui, todo eso soy. Cuanto quise, cuanto no quise, todo eso me forma. Cuanto amé o dejé de amar es la misma saudade en mí”—, atando cabos afirmo que en el diccionario de la RAE saudade es un sinónimo de soledad, nostalgia y añoranza; y aunque estar completamente seguros es errar en voz alta, suena como si un aria sublime de “La flauta Mágica” que Wolfgang Amadeus Mozart estrenó cuando tenía treinta y cinco años.

  Volver a Artículos