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1990.- Ser o no ser

31/01/2018

Cuando se escribe lo que escribe, las personas suelen ser conscientes de que antes de que lleguen al lector las palabras garabateadas, el contenido ha caducado. Cuando por ejemplo se escribe que ha habido tres muertos y 100 heridos por el descarrilamiento de un tren, se sabe que los muertos están muertos y que el ferrocarril susodicho anda camino de la chatarra desechable, y aquí paz y después gloria.

"Ser o no ser es la cuestión" —To be or not to be is the question—, como en el monólogo de Hamlet que introduce la lucha que él libra dentro de sí mismo entre la vida y la muerte.
En esas aventuras locas y maleables, Puigdemont piensa que su mayor enemigo es él mismo. Hay quien dice que es un bohemio, y yo no entiendo el porqué. No lleva un tipo de vida libre y poco organizada sino todo lo contrario. Es un esclavo de su egolatría de diseño. Lo mismo te plancha un huevo que te fríe una corbata y, si hay testigos no catalanistas, con cara de monaguillo bobalicón besa la bandera rojigualda y, mientras sueña que viaja en un camión frigorífico camino del trono de su ambición desbocada, esconde en el canalillo de su trasero el lazo amarillo que suele llevar en el trau de su jaqueta —en castellano, el ojal de su chaqueta.

O tal vez en el mismo carro de fuego que se llevó al profeta Elías camino de los cielos. O en la calabaza que el Hada Madrina transformó en carroza para que Cenicienta fuera al baile y al dar las doce campanadas la carroza se volvió a transformar en calabaza y fue aplastada por los caballos de la guardia real —una de las formas del cuento de La Cenicienta más conocidas en occidente es la del francés Charles Perraut, que escribió en 1697 una versión de la historia transmitida mediante tradición oral; "Cendrillon ou La petite pantoufle de verre" (Cenicienta o El zapatito de cristal).

Dicen que el amuleto de Puigdemont es una pata de conejo, y no precisamente porque Gayo Valerio Catulo llamara a España la cuniculosa —“conejera”—, y propuso que ahí podría estar el origen de la palabra “España”. No era el conejo el único animal que llamara la atención por su abundancia. Los griegos llamaron a la península Ophioússa, que significa “tierra de serpientes”, y en eso anda ese Carallot, en castellano una persona que se deja manipular de forma muy fácil como en otra ocasión dije y hoy de nuevo reubico.
La culpa, del maestro armero. Cada día empieza un año, y cada año empieza en día diferente.

No siempre existió el mes de enero. Hasta que llegue septiembre, el séptimo mes en el calendario romano, en la España del desasosiego todo es desasosiego. Luego, lo mismo, pero in crescendo —lo que avanza progresivamente de modo cada vez más rápido o más intenso.

El lazo amarillo de los independentistas catalanes es un insulto, una invitación al odio, pero como suele decirse, la culpa es del maestro armero, o sea del revisor de las armas o de Fuenteovejuna, todos a una.

Enero (del latín ianuarius) era el primer mes del año en el calendario gregoriano y tiene 31 días. Toma su nombre del dios Jano, del latín Janus, representado con dos caras, el espíritu de las puertas y del principio y el final. Sin embargo, enero no siempre ha sido el primer mes del año. En realidad, el primitivo año de los romanos tenía diez meses (304 días en total) y comenzaba con Martius, dedicado al dios Marte, que pasó a ser marzo en español. La leyenda fija en 713 a. C., cuando el rey Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, añadió los meses de enero y febrero para completar el año lunar (355 días).

Atando cabos, repito las palabras del inicio —cuando se escribe lo que se escribe uno es consciente de que antes de que lleguen al lector las palabras dichas ha caducado el contenido—, y como el Tío Sabino en la verbena segoviana La del Soto de El Parral, dirigiéndome al lector manifiesto estas diez palabras: “Así termina el romance, aquí paz y después gloria”.

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