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1114.-El Acueducto de Valladolid



He tenido que hacer miles de kilómetros para saber que Valladolid tiene un hermoso acueducto y para comprender, a bocajarro, como en penumbra y tiro en la nuca, el intríngulis de la vida de los seres vivos: la historia de las mariposas monarca.
He visto y comprobado que Valladolid tiene de todo: acueducto, catedral, palacio Clavijero, palacio de Gobierno, mil conventos, orquidario, la Soterraña..., y que es, desde hace muchos años, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Su acueducto consta de 253 arcos y lo mandó hacer un obispo para proveer de agua potable a la ciudad y para dar empleo a los parados. No es como el de Segovia, construido por el diablo en una noche para conquistar a una mujer hace dos mil años, pero es un acueducto hermoso y lo cuidan como a oro en paño: está limpio, rodeado de jardines y calles bien cuidadas; da gloria verlo con sus más de doscientos quince años de eterna juventud. La Soterraña no es la Virgen de San Vicente de Ávila, ni la festejada en jotas y entradillas por los segovianos de Santa María la Real de Nieva, pedidoras y cidrieros, novenas y últimos ayes: «Los últimos ayes/ de un pueblo que adora/ acoge Señora/ que es pura oración», cantan. La Soterraña de Valladolid es un jardín hermoso que está rodeado de la arquitectura típica de un espléndido lugar de México: la capital del Estado de Michoacán, una de las ciudades más hermosas del mundo. ¡Lástima que la Valladolid de la Nueva España no se llame ya como la de Concha Velasco y Paco Umbral! Ahora se llama Morelia en honor de José María Morelos y Pavón, el héroe patrio, y es uno de los rincones donde quisiera perderme para siempre al menos durante un mes de mi vida.
Muy cerca de esta Valladolid mexicana, hay otras hermosísimas ciudades típicamente españolas: Pátzcuaro, tradición y leyenda, gloria bendita, la ciudad del lago del mismo nombre, donde he visitado, pellizco sentimental incluido, la tumba del «Tata Vasco», que es como aquí llaman cariñosamente al fundador de casi todas estas cosas: el abulense de Madrigal de las Altas Torres, paisano de la reina Isabel, don Vasco de Quiroga, un frailecito español que llegó a obispo y héroe de toda una gran nación. Antes de llegar a Pátzcuaro, hay que desviarse para visitar las pirámides de Tzintzuntzan, la antigua capital de los tarascos, y de paso visitar Quiroga, a pocos kilómetros, donde hay un hermoso parque con la estatua en bronce del Tata Vasco -en frente está la casa de Carmelo, donde se comen las mejores “carnitas” de cerdo de México; tan ricas que uno se las comería directamente, solas o en tortilla de maíz azul, sin necesidad de añadir el mole poblano de guajolote, el guacamole o los chiles de mil variedades, desde el cuaresmeño al serrano, a la pasilla o al jalapeño. En España, la salsa adereza la comida, en México, la comida acompaña a la salsa. Como el vino, que decía el mexicano Carlos Fuentes, el maestro, que es el rey de la mesa pues no acompaña a la comida sino que se diseña el menú de acuerdo al vino disponible.
Mientras septiembre se abre con las fiestas de Turégano, mi pueblo, y se corren novillos en la plaza más hermosa de la provincia de Segovia, la Valladolid mexicana se asoma sobre un edén de maizales verdes y pequeños lagos donde las garzas blancas picotean. A su lado, está el paraíso de las mariposas monarca. Llegan más de veinte millones cada año. Sus tonos anaranjados, blancos, negros, resaltan al contrastar con el verde de los bosques y el azul intenso del cielo. El revoloteo de millones de mariposas en un ir y venir entre oyameles y pinos, oscurece el sol. Es como si los árboles no tuvieran hojas ni ramas, sólo colores que se aman en aleteos que se rozan, que se penetran...
Nadie sabía a dónde marchaban las mariposas monarca, una especie que vive por todo el norte de los Estados Unidos y el sur del Canadá. Se pensaba que invernaban en zonas tropicales y subtropicales hasta que, en el año 1975, después de una paciente búsqueda de más de cuarenta años, un zoólogo canadiense, Fred Urquhart, encontró la clave del misterio: se alojaban precisamente aquí, en unos bosques de oyamel, a 3.200 metros de altura, en la majestuosa Sierra Madre Occidental. Hacían cada año un viaje de más 4.000 kilómetros para llegar a tres pequeños municipios mexicanos próximos a Valladolid: Angangueo, Ocampo y Zitácuato. Durante siglos, los habitantes de estos pueblos lo veían con la naturalidad con que se ve lo que siempre se ha visto.
Las monarca vuelan de día a 20 kilómetros por hora, a una altura de 50 metros en las zonas planas y de 10 en las montañas, y por la noche se alimentan. Vienen porque necesitan esta temperatura exacta y unas asclepcias que aquí llaman «el venenillo», mortales para otras especies. De este modo, como Aquiles, se vuelven inexpugnables ante sus depredadores: eternas en su morir individual para perpetuar la especie. El espectáculo multicolor mexicano de las mariposas monarca, sólo dura unos días. Es como un milagro estético. En su recorrido migratorio, llegan las mariposas a este paraíso y, sin marcharse hasta mediados de abril, sólo están unos días: llegan más de veinte millones, pero los machos, consumiendo las últimas reservas de energía que les restan del viaje, realizan el apareamiento y se mueren. Las hembras depositan sus huevecillos en los ayameles venenosos, y también se mueren. Sólo queda el silencio, pero al cabo de 10 días emergen pequeñísimas orugas que crecen y crecen, fijadas en las ramas protegidas por el veneno, hasta tejer al fin millones de capullos de seda en donde se encierran para completar su metamorfosis y convertirse, al llegar la primavera, en bellísimas mariposas que estallan, cual nacimiento de Venus, y vuelan y vuelan hasta llegar al Canadá. Las mariposas monarca que arriban al santuario de invierno michoacano son las descendientes de las que llegaron un año antes. Como le pasa al hombre aunque en otro espacio y tiempo. La vida continúa por encima de quienes la viven, es un peregrinaje. Los individuos mueren, pero las especies permanecen hasta que el hombre mata su entorno en aras de lo que llama progreso.
Porque el ser vivo es un acueducto por donde fluye la vida, para conservar el Universo hay que inventar un veneno que auyente al hombre. Esta vez lo aprendí en Valladolid, la ciudad del otro acueducto…

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