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1968.- La maleta en el desván

03/11/2017

Por quinta vez he abortado el envío de este artículo a la redacción de este periódico amigo en el que escribo lo que me viene en gana, y no puedo ya fiarme de las personas que dicen que saben y tal vez sepan del hombre que para mí hoy no tiene nombre.

Pasará a la historia por sus misteriosos desplantes y por su maleta en el desván —otros lo llaman buhardilla, chirivitil o sotabanco—. Alguien mueve la marioneta del hombre hoy sin nombre para que pase a la historia de los héroes que se resisten a dejar el laberinto de sus sueños.

El hombre sin nombre de la maleta del desván se asemeja a Sancho Panza cuando unos duques para reírse de él, pues la ínsula resultó ser un pueblo en el que todos estaban de acuerdo en seguirle la corriente para que creyera que realmente era un gobernador. Al final, Sancho huyó del lugar montado en su borrico con el firme propósito de no querer ser gobernador ya que prefería estar con Don Quijote y poder comer y descansar en abundancia.

Me dicen que un señor de Gerona ha visto al hombre sin nombre contemplando ensimismado el Manneken Pis, una estatuilla llena de leyendas —un niño que apagó la mecha de una bomba con su orina cuando la ciudad estaba siendo sitiada; el hijo perdido de una familia burguesa y como cuando lo encontraron estaba orinando tranquilamente, decidieron hacerle una escultura para inmortalizar el momento; un muchacho que orinaba en la puerta del hogar de una supuesta bruja y ésta, en venganza, lo convirtió en estatua por los siglos de los siglos…

Aunque muchos sentimos orgullo de que nuestros antepasados participaran directamente de algo tan bello, el hombre sin nombre cuando pasea medio disfrazado por la Grand-Place de Bruselas no sabe que esa maravilla es de la época española, y que su trazado tal como lo conocemos hoy también lo es.

Por decir, al hombre sin nombre le imagino escondido en Coyoacán —“lugar de quienes tienen coyotes”—, una ciudad satélite de México distrito federal. Tal vez porque sus abogados le han contado la historia del catalán Ramón Mercader que cuando entró en el despacho de León Trotsky en Coyoacán, se presentó como un joven admirador que iba a publicar un artículo en un periódico y cuando aquel político y revolucionario ruso de origen judío se sentó en su escritorio y centró la mirada en el papel, el catalán le clavó un piolet en la cabeza. El joven Ramón, de 27 años, vio sorprendido cómo su víctima no desfallecía y gritaba a los guardaespaldas que apresaran al español: «No le matéis. Tiene que decir quién le envía» —el líder de la revolución rusa, expulsado por Stalin de la URSS en 1929, murió unas horas después.

Con permiso de Antonio Machado, las huellas del hombre sin nombre no son un camino que al volver la vista atrás permite ver la senda que nunca ha de volver a pisar. Es un cantamañanas matacandiles que no tiene camino prefijado sino estelas en la mar de sus ambiciones. Tiene complejo de dictador y sufre de yoísmo: el síndrome de quienes se consideran el centro del universo. Es un torracollons —en español, “tocapelotas”.

La maleta misteriosa del desván del hombre sin nombre me lleva a evocar estos versos de Rafael Alberti: “Yo nunca seré de piedra, lloraré cuando haga falta, gritaré cuando haga falta, reiré cuando haga falta, cantaré cuando haga falta”, y etecé —«Me marché con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta», manifestó el gaditano de El Puerto de Santa María cuando después de casi 40 años de exilio volvió a España en 1977.

Atando cabos, lo rubrico hoy, el día de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, sabiendo que solo muere quien es olvidado, y los míos que en paz descansen han dejado infinitos recuerdos en la maleta del desván de mis sueños —incluido el Romance de la Loba Parda: “Estando yo en la mi choza, pintando la mi cayada, las cabrillas altas iban, y la luna rebajada (…) Vide venir siete lobos, por una oscura cañada. Venían echando suertes, cuál entrará en la majada (…)”, y así hasta el final.

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