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1105.- GARCIA GALLEGO: El silencio del olvido

“Es lo más cumplido, lo más documentado, lo más trascendental, lo más profundo, lo más acertado que se ha escrito sobre los grandes problemas que entraña la crisis del Estado moderno. Ha resuelto, a mi modo de ver, el nudo gordiano, que hasta ahora no había desatado nadie en la dificilísima cuestión de las futuras vertebraciones del poder público, que se halla actualmente planteada con caracteres más o menos agudos o apremiantes en casi todas las naciones europeas, por no decir en las del mundo civilizado.” Estas palabras de José Maria Pemán iban referidas a uno de los intelectuales más preclaros que Segovia dio en el siglo XX, si no el más, y que se murió hace muy pocos años en Cuba con el silencio del exilio y la marginación y con otro silencio más demoledor: el silencio del olvido.
“Buscad un poeta que ponga mis lágrimas en verso y tendréis hecho mi mejor discurso”. Así, con esta cursilada hermosa, inició su discurso grandilocuente un hombre ilustre, un gran pensador y escritor segoviano, un tureganense que en el año 1929 recibió de su pueblo el homenaje más entusiasta que jamás un hombre de letras haya podido recibir de los suyos. “Tú que cabalgaste en la ancha grupa del corcel de las batallas del conde Fernán González y de Rodrigo Díaz de Vivar en larga carrera de triunfos y de gloria por las espesas selvas de laureles de los campos castellanos…”, arrulló también el homenajeado, pero ¿quién no se vuelve un poco hortera y hasta cursi cuando le vitorea un pueblo llano al que han dicho que lo que escribe “el Balmes del siglo XX” es lo más trascendental que se ha publicado en muchos años? El Adelantado de Segovia escribió, ufano: “Tanto como quien más nos sentimos devotos de las figuras segovianas que por su propio esfuerzo y sus dotes singulares conquistan relevante lugar en las actividades sociales, y nos complace situarnos en primera línea cuando aquella actividad se desenvuelve en la prensa periódica y en el libro tan intensa, tan bellamente, como hemos podido admirarla en la producción literaria y científica de esta ilustre persona…”
Corría el año 1929, y todos los vecinos de la villa episcopal se rascaron el bolsillo -mi abuelo con 10 pesetas, no fue mucho, la verdad, aunque la mayoría dio un duro solamente, pero algunos llegaron a 25 y el Ayuntamiento a 50 pelas. El libro donde dos años después se publicó todo aquel impresionante sarao, “Turégano, recuerdo de un día glorioso”, costó 1500 pesetas y mi abuelo, alcalde ya, se las dio a un muchacho de Turégano que en esos días era beneficiado de la catedral vallisoletana y que después llegó a ser deán y rector del Santuario Nacional de la Gran Promesa, para que se publicara en los Talleres Tipográficos Cuesta. La segunda parte de aquel libro singular lo componía una excelente historia de Turégano que durante años fue la única referencia escrita importante sobre la villa hasta el libro de Plácido Centeno y más tarde el de quien esto escribe-. El mismo día en que el abuelo libró las 1550 pesetas municipales a Emilio Álvarez, el pleno del concejo aprobó la pavimentación de los soportales de la bellísima plaza mayor (entonces de Alfonso XIII) a razón de “11,50 pesetas el metro lineal de bordillo de hormigón, de 8 pesetas el metro cuadrado de hormigón blindado, y de 11 la capa de piedra de pórfido de 6 a 8 centímetros de espesor, mosaico, sentado con mortero de cemento de 300 kilos”; los labradores amenazaron con levantar el pavimento con sus arados romanos pues dificultaba el paso de las caballerías. Don Ramón Menéndez Pidal, entonces presidente de la Real Academia de la Lengua, escribió de García Gallego: “Su obra ha despertado en mí vivísimo interés entre los que nos preocupamos del oscuro porvenir. Hemos leído con gran placer muchas de sus opiniones orientadoras en tan capital asunto y es muy consolador ver a este autor combatir ciertos errores de opinión que están en gran predicamento y que a muchos nos parecen tan descarriados como a él”. Y nuestro Marqués de Lozoya, prologuista de su primer gran libro: “Ha compuesto un tratado de política, en el cual se revela una poderosa originalidad de pensamiento, capaz de encontrar aspectos nuevos en muy viejas cuestiones, y de interesarnos, aún de apasionarnos por ellos; su fina intuición sabe penetrar el espíritu de los hechos históricos y sacar de ellos sabrosas enseñanzas”. El ABC se limitó a decir: “Es una figura de verdadero mérito y de brillante porvenir en la intelectualidad española, discípulo entusiasta de Balmes, afortunado renovador de la filosofía cristiana cuyos libros le abren un puesto de honor en la literatura política y religiosa, acreditándole como excelente polemista, teólogo muy erudito, crítico de la Historia, y, sobre todo, como un buen tratadista del Derecho Público…”
Se llamaba Jerónimo y ya nadie le recuerda en Segovia, la provincia a la que honró siempre y a la que representó en el parlamento nacional republicano como diputado. Se murió a miles de kilómetros de su pueblo y aislado en el silencio injusto de la política y las presiones eclesiásticas.
Se llamaba Jerónimo García Gallego y Antonio Linaje en cierta ocasión me pidió que escribiera algo sobre él -Mira, amigo, de momento me conformo con leer de vez en cuando alguno de sus centenares de artículos periodísticos, sus “Limitaciones de la Soberanía, la Tiranía parlamentaria y la Constitución del Porvenir”, y sobre todo su obra maestra: “El régimen constitucional y los principios de la Filosofía Cristiana”-. El Marqués de Lozoya en el prólogo asegura que “por la pluma de este hombre nacido a la sombra de las almenas del castillo episcopal de Turégano, viene a decirnos Castilla cómo ha sido y cómo quiere ser gobernada. Para comprender las leyes de Castilla hace falta el haber antes leído en sus viejas piedras y en sus amplios paisajes. Nacido y criado en el corazón de Castilla la Vieja, García Gallego se erige en defensor de la necesidad de una Constitución política y de la Justicia de un régimen constitucional. Hace muy pocas décadas hubiera bastado esta confesión para que ciertos espíritus un poco simplistas, de los que abundan en el pasado, tuviesen a su autor por apóstata, por mal cristiano y más si es español, contagiado por la nefanda herejía liberal, y alguno hubiera añorado para él las hogueras de la Inquisición.”
En su “post scriptum”, García Gallego aclara: “Nosotros entendemos por constitucionalismo, según ya fue abundantemente explicado en su lugar, una forma de Gobierno, en la que el poder del Jefe del Estado tiene limitaciones. No sólo éticas, sino también jurídicas, y en la que el país interviene orgánicamente con más o menos eficacia en la resolución de los más arduos y transcendentales negocios de la nación.” Quienes creían que toda Constitución ha de ser hija de la Revolución Francesa y nieta de Juan Jacobo Rousseau, descubrían ahora que la existencia de un régimen constitucional era de castiza, pura y cristianísima tradición española. "En el desconcierto musical de las masas corales del limbo progresista, los liberales a secas son hoy en todas partes los encargados de tocar el violón”, escribió Jerónimo en un denso artículo titulado “Para sajar el temor parlamentario”, y en su afán de hacer depender al Gobierno del Parlamento, suspiraba por un régimen que impidiera, por ejemplo, que en 24 años (desde el 15 de mayo de 1902 en que subió al poder Alfonso XIII) en España hubiera habido 33 presidentes del Consejo de Ministros (un Aznar cada ocho meses y medio), 48 ministros de Justicia, otros 48 de Educación (Instrucción Pública se llamaba entonces la cosa), 46 de Hacienda y 44 de Fomento; los más estables, los ministerios militares: 36 de la Guerra y 35 de Marina, o sea, uno con otro, a ministro cada ocho meses. En Educación y en Justicia, un Maravall o una Pilar del Castillo cada seis.
En su pueblo, los pocos que sabemos que existió le seguimos llamando don Jerónimo, pues era cura y canónigo en el Burgo de Osma y eso da un respeto aunque se metiera a político. Los retratos de las escuelas de su pueblo, desaparecieron por arte de birlibirloque al llegar la guerra civil, pero aún se encuentra una placa hermosa en la casa donde nació “Jerónimo García Gallego, hijo predilecto de este pueblo, filósofo, docto catedrático, notable publicista, etc. etc., como sigue existiendo la calle del General Franco y las de todos y cada uno de los caídos por Dios y por España en la contienda aquella que nadie sabe ya que existió y con la que se inició este silencio del olvido (tal vez sea hora, sin ofender a nadie, de recuperar antiguos nombres, como calle Alberguerías, de la Paja o Cantarranas).
Eran otros tiempos y han pasado muchos años ya, pero algunos seguimos leyendo a García Gallego, y aunque no nacimos a tiempo de conocer personalmente a don Jerónimo, disfrutamos con la lectura de su obra, y cuando ejercemos de cronistas de esta villa no olvidamos que fue uno de los hombres más importantes e ilustres que en ella nacieron, incluido Esteban Vicente o Francisco de Contreras.
“Tú que naciste de un abrazo entre la espada y la cruz”, piropeó García Gallego a su pueblo en el día del homenaje. Pero aquí y en todas partes todos le olvidaron ya: los de la espada, los de la cruz, los intelectuales y hasta el pueblo llano…

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