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1894.- Alcaldes, curas y maestros

25/09/2016


Cuando hace más de un siglo mi abuelo paterno fue elegido alcalde, una de las primeras cosas que hizo fue estudiarse detenidamente un libro titulado "Manual de las Atribuciones de los Alcaldes como Presidentes de los Ayuntamientos" (Madrid, 1888; lo dejó totalmente subrayado).
Como por otra parte su hermano mayor era cura, en casa se encuentran también los dos tomos del "Manual de Confesores" (Madrid, 1844). Como también hubo en la familia maestros y profesores, apostado junto a esos dos libros se encuentra el titulado "La Escuela de Instrucción Primaria" (7ª edición, Valladolid, imprenta de Cuesta y Compañía, 1855).
O sea, que los alcaldes, los curas y los maestros de aquella época intentaban estar al día.
Tan a la última, que así comienza la Historia Sagrada recogida en la tercera de esas tres joyas rebuscadas por los bibliófilos: “Hace cinco mil ochocientos treinta y un años, según la computación más común Dios produjo de la nada las cosas en el espacio de seis días”; y así hasta llegar a ese año de 1855, justo cuando en España se convocó la primera huelga general de su historia y el Universo apenas tenía 7655 años, un suspiro; hoy tendría 7861 años, un bostezo. “¿Y antes qué?” —me pregunto—. “Antes, la nada” —me respondo, como si la nada fuese algo.

El afán de perfección hace a algunas personas totalmente insoportables, pero como de alcaldes, confesores y maestros poco se puede decir en los planos general, entero, medio y primero, coloco en este escenario un libro de Manuel Barrios que se titula Memorial del Diablo en el Convento y que tiene tela, enjundia, picardía y rigor documental. Su cita de inicio son estas palabras del Fausto de Goethe: “España es el hermoso país del buen vino y las canciones" —Lástima que “el más grande hombre de letras alemán y el último verdadero hombre universal que caminó sobre la tierra” (así le llama Mary Anne Evans, alias George Eliot) no señale a qué vinos y a qué canciones de nuestro país se refiere el autor de Fausto, Las penas del joven Werter y de un sin fin de grandes obras literarias.

El autor del "Memorial del Diablo en el Convento" murió hace tres años cuando estaba a punto de cumplir los noventa; de él se decía que escribía con el corazón, la sensibilidad y la inteligencia. El último capítulo se titula “El diablo en el corazón”, un tema que, como él escribe, ofrece estas dos únicas alternativas: “O tratarlo en cien libros, o resumirlo en un párrafo, ya que abarca nada menos que el tremendo, y para el hombre —irresoluble— enigma de la eterna contradicción: si no estuviera en nosotros el mal, ¿tendríamos oportunidad de conocer el bien? (…) Y ese día, paradójicamente, el hombre ya no podría odiar a nadie: ni siquiera al Diablo.”

Mefistófeles, uno de los diablos más famosos, en el Prólogo en el Cielo del Fausto de Goethe hizo a Dios esta aterradora acusación: “Señor, ya que te acercas a preguntar cómo nos va todo por aquí́, y ya que te agradó mirarme en otros tiempos, estoy de nuevo entre tu servidumbre. Perdona que no pueda hablarte con palabras elevadas, aunque de mí se mofe toda esta reunión; mi patetismo te haría reír si no te hubieras acostumbrado a dejar de hacerlo.” —Aunque hoy no toque analizar ese supuesto, muchos políticos, curas y maestros también se han acostumbrado a dejar de reír.

Amén y todo eso, atando cabos digo que hubo un tiempo en que los alcaldes intentaban estar a la última, los curas se esforzaban en dar ejemplo y los maestros se desvivían en formar, educar y meter en los alumnos el gusanillo del saber estar y el saber ser. Que el político debiera aprender a gobernarse a sí mismo antes de gobernar a los demás, que el cura no está para ser servido sino para servir, y que el maestro debiera enseñar a pensar por sí mismo y no solo a obedecer a los demás.

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