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1874.- EL S-33

26/07/2016

Diez años tenía el niño, cuando, como si en un rezo laico, su madre le puso en las manos un ejemplar de "La Ilíaca" de Homero de la colección Pulga (del tamaño de una carta de baraja).
Cuando el niño era niño no sabía que era niño. Para él todo estaba animado y todas las almas eran una.
Cuando el niño era niño, en su casa se rezaba el santo rosario alrededor de una mesa camilla porque así lo hacía desde siempre la abuela y porque por entonces el padre Patrick Peyton organizaba cruzadas multitudinarias con el anzuelo arengario “Familia que reza unida permanece unida”. Luego, finalizada la letanía, la madre leía en voz alta una página del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en la edición ilustrada por el francés Gustavo Doré —lo hacía como si ella fuera Leonor de Cortinas, la madre de Miguel de Cervantes.
Cuando el niño era niño, era el tiempo de preguntas como: “¿Por qué yo soy yo y por qué no tú? ¿Por qué estoy aquí y por qué no allí? ¿Cuando empezó el tiempo y dónde termina el espacio que es solo un sueño? (S-33).

Fue por entonces cuando aquel niño tuvo un sueño desconcertante. Imaginó que Homero había escrito el Quijote, y Cervantes, la Ilíada. Al despertar, tomó los dos libros, el de la edición Pulga y el de la edición ilustrada por Doré, y descubrió, febril y desconcertado, que aquellos dos genios padecían el “S-33”, un síndrome consistente en comenzar sus obras con un arranque de 33 palabras. Treinta y tres palabras Cervantes, treintaitrés, Homero.
Cuando Miguel de Cervantes con su pluma de ganso escribió “Acampados en la llanura que circunda los muros de la ciudad de Troya, sufren los griegos las terribles consecuencias de la cólera que sobre ellos ha descargado Apolo, hijo de Júpiter y Latona”, padecía el mismo síndrome que cuando Homero rasgueó con su cálamo de caña “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.” O al revés, el niño era muy niño y fusionaba caprichosamente los autores, las alegrías y las penas.
La manía del S-33 le llevó a reescribir en sus sueños impacientes otras extraordinarias obras de la literatura española ajustándolas al S-33. Como el Pedro Páramo de Gabriel García Márquez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo y allí quiso ya quedarse”. O como Cien años de soledad de Juan Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella ya muriera” —o al revés: lo de Rulfo, Gabo, lo de Gabo, Rulfo, el niño desvariaba en esas cosas y retozaba instintivamente en el pasatiempo del S-33.

Lo cuento porque yo también soy un enamorado de los libros y de las vicisitudes de Homero, de Cervantes, de García Márquez, de Rulfo, de Cortázar, de Pablo Neruda, de Borges, de Pessoa y sus desdobles heterónimos, de Teresa de Jesús, de Quevedo, de los dos Machado, el bueno y el malo —la perspectiva del escenario cambia el eje de la tramoya como la bruma empujada por el viento—. También porque "me maravillo de la ingratitud del arco porque no es leal con las palomas del boscaje. Cuando era rama fue su amigo y, ahora que es arco, las persigue como cosas del tiempo" (S-33 también) —cosa de un gran poeta español que se llamaba Ahmad Ben Waddah, Al Buqayra, de cuando en Castilla reinaba doña Urraca la hija del rey Alfonso el Sexto.
El preludio de este artículo se ajusta también al síndrome S-33: “Diez años tenía el niño, cuando, como si en un rezo laico, su madre le puso en las manos un ejemplar de La Ilíada de Homero del tamaño de una carta de baraja”.
Atando cabos digo que porque me ha venido en gana y por otras derivas inconfesables he usurpado hoy el derecho de interpretar, permutar, alterar y provocar la paciencia de los lectores, una picardía ilusionante.

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