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1872.- El acueducto de Valladolid

16/07/2016

Cuando pienso en ciertos políticos que todo lo intentan y nada consiguen, reflexiono sobre algunas menudencias nada diminutas: que la guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido; que la mejor arma contra el enemigo es otro enemigo; que el éxito siempre ha sido un gran mentiroso; que nadie es tan loco que no pueda encontrar a otro loco que le entienda; que cuando uno se mira al abismo, el abismo le mira a él; que no hay mentira más común que aquella con la que una persona se engaña a sí misma; que si queremos que el manzano dé manzanas, hay que regar las raíces no las manzanas; y cosas así.
Cuando escribo sobre bagatelas, me detengo y pienso que cuando hace unos días escribí en este periódico “El gorrión y la paloma”, un político segoviano de quien bien me acuerdo pero de cuyo nombre no quiero hoy acordarme públicamente, me wasapeó indignado porque a su parecer escribo casi siempre de política camuflada en citas cultas.

No quiero que hoy sea así. Solo me citaré a mí mismo y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, hablaré del acueducto de esa bellísima ciudad que desde hace muchos años es Patrimonio Cultural de la Humanidad. Tiene 253 arcos y lo mandó construir un obispo —no es como nuestro acueducto, construido por el diablo en una noche de hace dos mil años para capturar el alma de una mujer y llevársela al averno de la eternidad—. El de Valladolid es un acueducto hermoso, rodeado de jardines y calles bien cuidadas que oficialmente, solo oficialmente, se llama Morelia en honor de José María Morelos y Pavón, un personaje que allí nació en 1765 y que fue registrado como español. Más tarde, cuando España fue tomada por Napoleón, él convocó el Primer Congreso Independiente donde presentó sus "Sentimientos de la Nación", declaró la independencia absoluta de México (la antigua Nueva España) y decretó como oficial la religión católica y la igualdad entre españoles, indígenas, criollos, mestizos y miembros de las distintas castas. El héroe patrio fue fusilado el 22 de diciembre de 1815 y en su honor aquella ciudad mexicana comenzó a llamarse Morelia.
Muy cerca del acueducto de Valladolid, hay otras hermosísimas ciudades típicamente españolas, una de ellas Pátzcuaro, tradición y leyenda, donde he visitado, pellizco sentimental incluido, la tumba del “Tata Vasco”, que es como aquí llaman al fundador de casi todas estas cosas: el obispo Vasco de Quiroga, un abulense nacido en Madrigal de las Altas Torres igual que nuestra reina Isabel. Antes de llegar a Pátzcuaro, visité la ciudad de Quiroga, a pocos kilómetros, donde hay un hermoso parque con la estatua en bronce del Tata Vasco y, en frente, la Casa de Carmelo, donde se comen las mejores “carnitas” de cerdo de México; tan ricas que uno se las comería directamente sin necesidad de añadir moles, guajolotes, guacamoles o chiles de mil variedades —en España, la salsa adereza la comida, en México, la comida escolta a la salsa.
A pocos kilómetros del acueducto de Valladolid se encuentra el paraíso de las mariposas monarca. Llegan cada año más de veinte millones. El revoloteo de millones de mariposas en un ir y venir entre oyameles y pinos, oscurece el sol. Es como si los árboles no tuvieran hojas ni ramas, sólo colores que se aman en aleteos que se rozan, que se adivinan y que se penetran.
Hasta hace unos pocos años, nadie sabía a dónde marchaban las mariposas monarca, una especie que vive por todo el norte de los Estados Unidos y el sur del Canadá. Se pensaba que invernaban en zonas tropicales y subtropicales hasta que en el año 1975 alguien encontró la clave del misterio: se alojaban precisamente allí, en tres pequeños municipios mexicanos muy cerca de Valladolid. Vienen porque necesitan esa temperatura exacta y porque allí hay unas asclepcias —“el venenillo”, las llaman porque son mortales para otras especies—. El espectáculo multicolor de las mariposas monarca sólo dura unos días. En su recorrido migratorio, llegan a ese paraíso y, sin marcharse hasta mediados de abril, sólo estarán allí unos días: logran llegar más de veinte millones, pero los machos, consumiendo las últimas reservas de energía que les restan del viaje, realizan el apareamiento y se mueren. Las hembras depositan sus huevecillos en los ayameles venenosos, y también se mueren. Durante diez días emergen pequeñísimas orugas que crecen y crecen protegidas de los pájaros por el veneno hasta tejer millones de capullos de seda en donde se encierran para completar su metamorfosis y convertirse, al llegar la primavera, en bellísimas mariposas que cumpliendo el milagro de la vida vuelan alucinadas hasta llegar al lugar de donde partieron sus madres ya muertas.

Porque el ser vivo es un acueducto por donde fluye la savia de la vida, para conservar la el futuro los humanos necesitamos arbitrar un venenillo que ahuyente al hombre. Atando cabos digo que lo rememoré junto al acueducto de la Valladolid mexicana y que como empecé concluyo: cuando pienso en ciertos políticos españoles que todo lo intentan y nada consiguen pienso que la guerra vuelve estúpido al vencedor, rencoroso al vencido y que cuando alguien mira al abismo, el abismo le mira a él.

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