1871.- La alegría y la tristeza12/07/2016
Las raíces son el final y el principio de los árboles. Son su coreografía y su cuarta dimensión es el tiempo, un monstruo marino que muere si haber nacido, una ola gigante que retorna antes de llegar y que si no la salvo a ella no me salvo yo.
¿Por qué hoy, para recordar su excéntrica erudición acude a mi mente Gibrán Jalil Gibrán (1883-1931), un místico oriental prodigioso? Cosas así dejó escritas:
Cuando nació mi alegría, la estreché en mis brazos y subí a la azotea de mi casa, y desde ella grité a las gentes: “¡Venid! ¡Venid, mis vecinos, venid a ver, porque hoy ha nacido mi alegría! ¡Acercaos a contemplar a este ser alegre que ríe al sol!”
Pero ninguno de mis vecinos acudió para ver mi alegría y ello me llenó de asombro.
Y después, todos los día proclamé la llegada de mi alegría pero nadie se dignó a escucharme. Y mi alegría y yo seguimos solos, sin preocupar a nadie y sin que nadie se acercara a vernos…
Cuando nació mi tristeza, le prodigué mil cuidados y la vigilé con amorosa ternura.
Y mi tristeza creció como todos los seres vivientes, fuerte, hermosa y llena de maravillosas gracias. Mi tristeza y yo nos amábamos y amábamos al mundo que nos rodeaba… Y cuando mi tristeza yo cantábamos juntos, nuestros vecinos sentábanse en la ventana a escucharnos… Pero murió mi tristeza, y ahora mis palabras suenan pesadas a mis oídos.
Sólo en sueños oigo voces que dicen compadecidas "mirad, allí yace el hombre al que se le murió su tristeza".
Los asirios decían que los pueblos y las naciones surgían cuando un peregrino hincaba su bastón en un lugar de paso para descansar una noche y, al día siguiente, al levantarse para continuar el viaje, no podía arrancarlo. Era una señal de los dioses, y el caminante se quedaba a vivir allí. El peregrino mandaba traer a su familia y en “su pueblo” ponía posada para que los demás caminantes pudieran vivir y sobrevivir. Muchos de ellos acababan quedándose definitivamente en aquel lugar y surgía un nuevo asentamiento humano. Aparecían el caserío, las plazas, los monumentos civiles y religiosos, las ferias, los mercados, las posadas, las murallas y los castillos para protegerse de los asaltadores de caminos y de los enemigos montaraces.
Así nació un día España y, como recuerdo de aquel bastón hincado en la “tierra prometida”, permanecen nuestros monumentos, nuestras costumbres, nuestras raíces primigenias y hasta nuestros enfoques de la vida cotidiana.
Si el recuerdo es una hoja que flota en el viento y produce inquietud de alegría y de tristeza, en España yacen los restos de quien grabó su nombre en el agua, una fantasía, y sobre la losa de su tumba solo están ya sus despojos doloridos y deleitables al mismo tiempo.
Ortega y Gasset escribió en su España Invertebrada que nuestro país se va poco a poco deshaciendo y que hoy es la polvareda que queda cuando por una gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo —Ortega fue elegido diputado al proclamarse la Segunda República Española y fundó con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala la “Agrupación al Servicio de la República”—. El denominador común del pensamiento orteguiano es el “perspectivismo”: las distintas concepciones del mundo dependen exclusivamente del punto de vista y las circunstancias de los individuos. En sus Meditaciones del Quijote (1914) dejó escrita una sentencia de rabiosa actualidad que hoy, un siglo después, sigue vigente y beligerante: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.»
Atando cabos, España es una quimera estival en un mes que hace ochenta años vivió un 18 de julio aciago. En el baúl de los recuerdos que nunca cicatrizan, si no salvamos nuestras circunstancias los españoles no preservaremos nuestro futuro. Demasiadas heridas quedan por contar, callar y cicatrizar, tres posiciones contrarias pero no contradictorias.