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1866.- Creer lo que se quiere creer

13/06/2016

En campaña electoral de nuevo, como si pisáramos barro y nieve sucia a todas horas, España no se queja aunque esté con las pilas sin recargar. La mampara de los hospitales no estropea los relojes: están sin pilas y por eso no funcionan. El que inventó el reloj estaba majareta.

Cuando el sol de las dichas y las desdichas desaparezca, todo habrá finiquitado. Vivimos a zancadas, a veces a zancadillas, y “siempre corriendo por el mismo lado de la alambrada”. Es como si hubiera renacido para recordárnoslo el cazador de sueños que propuso Stephen Kingen, un escritor estadounidense conocido por sus novelas de terror. Los recuerdos le proporcionaban un "alivio sublime".

La gloria no es otra cosa que un olvido aplazado. Publio Terencio, un autor de comedias durante la República Romana, se murió con treinta y cinco años antes de que naciera Cristo y escribió que “Los hombres creen lo que quieren creer” (Homines libenter quod volunt credunt). Terencio se murió casi a la edad que ahora tiene Íñigo Errejón, el avispado ideólogo podemita de los catálogos de IKEA y cosas así. Si Albert Ribera cuenta que está trabajándose los diferentes tics que tiene para no trasmitir la sensación de que está nervioso, Errejón en vez de tics tiene muletillas de sabor a piruleta de chocolate con bolitas de naftalina. Si Pablo Iglesias, su jefe y a veces amigo, llegara a ser presidente del Gobierno, acudiría a la toma de posesión ante el Jefe del Estado en vaqueros Lee Luke slim azul y camiseta de Jack & Jones de manga corta; él no es así pero se muere por estar a la altura de lo que cuenta y quiere creer.

No es de ahora. A los humanos siempre nos ha encantado creer en lo que queremos creer y, tal vez por eso, la iglesia nos hace recitar y proclamar muchas veces sus dos credos oficiales: el de los Apóstoles y el Niceno-Constantinopolitano. Hasta cuando nos bautizan hace que el padrino se comprometa con el credo y la fe del ahijado, no recuerdo con cuál de los dos credos.

En las Charlas de Café de Santiago Ramón y Cajal, hay un apunte que así dice: “Estimo que en la manoseada frase de Hobbes “el hombre es lobo para el hombre”, se calumnia un poco al lobo. Ambos poseen el instinto de matar; pero el lobo devora para saciar el hambre y no para satisfacer sus ansias de dominio. Además, el “hermano lobo”, como decía San Francisco, no se degrada hasta el punto de formular una cínica teoría para justificar sus crímenes”.
Algo parecido al mito de la paloma de la paz, esa ficción que hoy, al menos en las ciudades, se ha convertido en rata voladora; las ratas andan por la noche en las alcantarillas y las palomas vuelan durante el día como una plaga.

Atando cabos, creer lo que se quiere creer ayuda en la subsistencia de las personas pero cercena el futuro de los pueblos. Que como dicen que dijo Santo Tomás, “si no vemos en sus manos las llagas de los clavos y metemos la nuestra en el costado, no creeremos que el resucitado ha resucitado”; hablo de Santo Tomás el Gemelo, no de Tomás de Aquino, el Doctor Angélico que nos ha enseñado a los cristianos casi todo lo que sabemos de lo humano y de lo divino. “Porque me viste, Tomás, has creído; bienaventurados los que creyeron sin verme”, dijo el Gloria in excelsis a aquel muchacho nazareno medio ignorante para adiestrarlo en un mundo donde los relojes tienen las pilas de su futuro anunciándose en un catálogo de IKEA.

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